LA CARTA ESFÉRICA. Arturo Pérez-Reverte, Punto de Lectura, Tarragona, 2008 (2ª ed.).
Estar de vacaciones frente al mar es una magnífica ocasión para disfrutar de la narrativa de Pérez-Reverte, en especial de esta obra. Me encanta nuestro autor –entiéndase lo de “nuestro” por aquello de que es español y, cuando alguien lee una obra, de alguna forma la recrea y le pertenece-, creo que es uno de los más grandes novelistas, siempre es una apuesta segura y, de vez en cuando, merece la pena navegar por rumbos conocidos. Esta novela tiene, además, el aliciente del alma del autor volcada en vivencias personales que afloran una y otra vez a través de los personajes y sus historias. Pero vayamos por partes: Después de El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993)… después de haber creado ese héroe tan español como El capitán Alatriste (1996)… tenía que llegar su narrador más auténtico a través de esta novela. Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena, creció mirando al mar y lleva en la sangre la vocación de marino aunque sus circunstancias vitales lo hayan arrastrado por otros derroteros.
La historia transcurre en Cartagena, el protagonista es un marino y vamos a la búsqueda de un tesoro de la mano de una mujer que lo enamora más allá de la razón desde el primer encuentro ¿quieres más? Es, además, la primera obra que transcurre en el ambiente marino que le es tan familiar. Me encanta la facilidad que tiene nuestro autor para crear personajes rotundos, de los que se añoran en esta realidad de tibiezas de carácter e información exhaustiva, donde sabemos tanto que nos olvidamos de nosotros mismos. Para el protagonista, imagino que como para el propio autor, el mar es el refugio, quizás el último que nos queda para la ensoñación de la libertad, de la autenticidad, del misterio. Y como el mar, la mujer no perdona, nos atrae, nos seduce y nos usa sin piedad. Es Coy, el marinero, quien lleva la voz de la narración, pero es Tánger, la mujer, quien lleva los hilos de la historia.
La información se nos va dando dosificada de esta forma para mantener la tensión de la trama con el más puro estilo de un maestro de novela por entregas. Los finales siempre son inesperados y consecuentes con las claves que se van desarrollando a lo largo del relato. Uno de los principios estéticos que se impuso desde el teatro del Siglo de Oro es la propiedad del lenguaje, aquello de que cada uno hablara como quien es y no oyéramos pastores hablando como aristócratas. Pues bien, Pérez-Reverte sigue fiel a este principio: hace falta ser marino para expresarse como un marino y una vida para aprender a navegar y escribir de esta manera: “Soplaba un poniente suave, de ocho o diez nudos, que rizaba un poco la mar llana haciendo bornear las proas de los barcos en dirección a las playas punteadas de sombrillas y casetas multicolores de los bañistas; y esa misma brisa trajo del canal la goleta, amurada a estribor con toda la blanca elegancia de sus velas desplegadas arriba, haciéndola deslizarse a medio cable de Coy […] Había un hombre a la caña, y tras él, junto al coronamiento de popa, una mujer sentada leía un libro.” (Pág. 85).
Lo enorme de nuestro autor es que este gusto por los detalles y la expresión atenta al personaje ya los logró en sus personajes anteriores en toda una destreza de estilo. Coy, el protagonista, es un marinero en tierra, la palabra que mejor lo define es “íntegro” en su sencillez –que no simpleza- que no es pesimista porque para eso “…resulta imprescindible verse desposeído de la fe en la condición humana y él había nacido ya sin aquella fe” (pág. 29). Es más bien fatalista, consciente de que está cumpliendo un destino que es el único que quiere cumplir (“Me están haciendo una cama de cuatro por cuatro, pensaba. Con público y picadores. Y yo me dejo embaucar como un ucraniano mamado”, pág. 112). Como buen marino, quiere un final heroico y le horroriza visualizar la muerte como un descomponerse sin sentido tierra adentro (Ante la vista del cementerio de barcos desguazados, reflexiona: “[…] los barcos y los hombres deberían terminar siempre dignamente en el mar, en vez de verse desguazados en tierra” (pág. 395).
No hay personajes malos en la novela, los antagonistas lo son porque les ha tocado ese papel y nunca sabemos quién es el caballero y quien el escudero de esta trama. Tánger se lo deja, nos lo deja, muy claro en una adivinanza que marca el desarrollo de la acción: “Hay una vieja adivinanza […] Hay una isla. Un lugar habitado sólo por dos clases de personas: caballeros y escuderos. Los escuderos mienten y traicionan siempre, y los caballeros nunca […]. Un habitante le dice a otro: “Te mentiré y te traicionaré.” ¿Quién está hablando, un caballero o un escudero? (pág. 231). A partir de aquí, Tánger te invita a adivinar quién es quién, ¿sabrás adivinarlo como lector?
Es intensa la descripción de la mujer, y del enamoramiento irracional. Me siento identificado con estas sensaciones como hombre. Es el gran misterio que siempre lo será para cualquiera: “[…] la vida de los hombres gira siempre en torno a una sola mujer: aquella donde se resumen todas las mujeres del mundo, vértice de todos los misterios y clave de todas las respuestas: La que maneja el silencio como nadie, tal vez porque ése es un lenguaje que habla a la perfección desde hace siglos. La que posee la lucidez sabia de mañanas luninosas, atardeceres rojos y mares azul cobalto, templada de estoicismo, tristeza infinita y fatiga para las que –Coy tenía esa extraña certeza- no basta una sola existencia. Era necesario, además y sobre todo, ser hembra, mujer, para mirar con semejante mezcla de hastío, sabiduría y cansancio. Para disponer de aquella penetración aguda como una hoja de acero, imposible de aprender o imitar, nacida de una larga memoria genética de vidas innumerables, viajando como botín en la cala de naves cóncavas y negras, con los muslos ensangrentados entre ruinas humeantes y dacáveres, tejiendo y destejiendo tapices durante innumerables inviernos, pariendo hombres para nuevas Troyas y aguardando el retorno de héroes exhaustos; de dioses con pies de barro a los que a veces amaba, a menudo temía y casi siempre, tarde o temprano, depreciaba” (pág. 87).
Tánger también nos da su clave, la clave de su personaje que salta desde un despacho al mar para buscar “su tesoro”, su destino, para dejar de vivir entre papeles y actuar a pesar del riesgo porque el riesgo siempre ha estado ahí y hace tiempo que sabía cuál sería su decisión: “Viéndolas [las películas del oeste] –prosiguió- decidí que hay dos clases de mujeres: la que se pone a dar gritos cuando atacan los apaches, la que coge un rifle y dispara por la ventana […] Yo quería ser soldado y llevar el rifle” (pág. 169).
También la infancia de Pérez-Reverte se nos aparece con la añoranza de la niñez perdida en forma de ausencias. Un día, paseando por la judería de Córdoba me encontré frente a la casa en la que nací y me criaron. La habían remodelado. Ya no era mi casa. Me quedé alelado mirando el vacío de un retazo de mi existencia que, de repente, había dejado de existir. Es esa sensación que Arturo nos reproduce paseando por Cartagena: “[…] por las calles estrechas y desiertas de la ciudad vieja, bajo los balcones con geranios y macetas de albahaca y los miradores acristalados donde aún, a veces, una mujer sentada con una labor en las manos los veía pasar con curiosidad. Ahora la mayor parte de aquellos balcones estaban cerrados y los miradores vacíos, con creistales desprovistos de cortinas, en casas de ventanas condenadas y puertas donde se acumulaba la suciedad; y Coy buscaba en ellas, inútilmente, una cara conocida, una música familiar tras las persinas verdes, un niño jugando en la esquina o en la plaza más próxima, en el que reconocer a alguien o reconocerse” […] Estaban parados en una calle oscura, ante el solar de una casa derribada entre otras dos que aún se mantenían en pie. Los lienzos de pared desnuda conservaban jirones de papel, clavos oxidados de los que no colgaba cuadro alguno, huellas de muebles, deshilachados cables eléctricos. Las recorrió con la mirada, intentando recobrar lo que en otro tiempo encerraron: estantes con libros, muebles de nogal […] Y al niño de pantalón corto que caminaba por aquella misma calle […]” (pág. 397-8). En realidad, es la casa de sus abuelos y sus propias sensaciones las que nos está transmitiendo. Por eso, el relato queda impregnado por la autenticidad de lo vivido. Vívido es el personaje de Piloto, viejo amigo del autor y con quien, probablemente, compartiera algunos de los episodios narrados en la obra; vivido es el personaje del argentino, exmilitar torturador, sicario a sueldo, inspirado en las entrevistas que hubo de hacer en Argentina, ¿y cuántos más?
Me gusta cómo escribe Arturo Pérez-Reverte. Y me fastidia la crítica que, a veces, leo acerca de que es un “escritor comercial”, como si para ser un intelectual estuviera prohibido tener éxito y ganar dinero; como si sólo pudieran llamarse intelectuales serios los que viven quejándose de la incomprensión del público y viviendo de las subvenciones del Ministerio de Cultura. Perdonen pero creo que hay que estar en la batalla de Lepanto para escribir El Quijote y hay que pasar por la cárcel para escribir Rinconete y Cortadillo, y además, saber contarlo. Tenemos la suerte de tener un autor con veinte años de experiencia como reportero de guerra. Supone una experiencia vital que lo ha debido poner en contacto con todo tipo de situaciones y personajes, unas vivencias que ahora transmite con sencillez y una linealidad narrativa que, muchas veces echamos de menos entre tantos experimentos “intelectualoides”.
A estas vivencias hay que añadir su concepto de la situación y la imagen, su forma de narrar enfocando con la cámara desde el detalle al entorno, desde la subjetividad de quien sostiene la cámara al relato objetivo de hechos y diálogos en los personajes que aparecen en pantalla. Y lo hace de forma consciente. Le gusta, como a Hitchcock, aparecer fugazmente en su película y dejarnos claro que “[…] resulta difícil sustraerse a la tentación de jugar a las viejas historias, contadas como siempre se contaron. Sin esa voz narrativa, compréndelo, no habría aroma clásico” (pág. 471); pero te está engañando, su técnica ya no es la del escritor omnisciente porque focaliza el relato desde una perspectiva única. Llegados a este punto, solicito el auxilio de don Lope de Vega y Carpio, también criticado por la envidia de su éxito teatral, tanto que acabó escribiendo aquello de “El arte nuevo de hacer comedias”, es él quien sigue gritando: “[…] pues que las paga el vulgo, justo es hablarles en necio para darles gusto” –que no se confundan los genios novísimos incomprendidos y subvencionados, es una ironía-.
Podríamos seguir hablando de la obra, de la información histórica, de la ambientación, del diseño de la obra, pero… creo que ya he dicho mucho sin revelar la trama. Simplemente, léela.
No conozco personalmente a Arturo Pérez-Reverte, sí es uno de mis autores favoritos y con él he pasado magníficas tardes de lectura. Pocas, muy pocas novelas de las que ha escrito me quedan por leer, y lo sigo muy de cerca. Admiro su obra, pero también a la persona, su imagen y su pensamiento. Sus declaraciones están llenas de sentido común y suponen un referente. La entrevista que aparece a modo de epílogo en la obra que tengo entre la manos, realizada para El País por Enric González, así lo acredita; lo que leo suyo en artículos de opinión, me lo confirma.
Quizá algún día lo conozca. Sé que me sentiré como ante un viejo amigo.
José Carlos Aranda Aguilar.