La Navidad es una época cargada de tradiciones, y una de las costumbres más entrañables en nuestra infancia fue la de hacer el Belén. Montar el Belén marcaba en casa el inicio de las fiestas, un periodo de vacaciones, alegría compartida, juegos en la calle y una ilusión mantenida hasta los Reyes Magos en la madrugada del 5 de enero.
Montar el Belén era la excusa perfecta para entretenernos de niños cuando las vacaciones escolares nos convertían en estorbos traviesos en nuestros hogares. Solían enviarnos entonces con mis abuelos paternos. Mis abuelos vivían en una casa, en un barrio con calles de tierra donde se podía jugar al trompo o hacer agujeros para jugar a las canicas, también jugar al fútbol, pero entonces el ruido molestaba y las vecinas salían a protestar por miedo a que algún cristal acabara roto; pero no importaba porque nos íbamos a jugar al campillo que había detrás. Podías montar en bicicleta o irte al arroyo del Moro a pescar ranas, hacer collares de flores, cazar lagartijas, fabricar un arco o un tirachinas o un tirachinchetas con las gomas de bicicleta picadas que te regalaba Pedro, el del taller de bicis que había en la esquina. Creo que nos daba tiempo a hacer tantas cosas porque entonces no teníamos televisión. Cuando no tenías televisión, ni cine, ni ordenador, el tiempo era muy muy largo y podías hacer tantas tantas cosas que en un solo día podías vivir las aventuras de una vida. O quizá sea que entonces… era niño.
A través del Belén se canalizaban energías, pero sobre todo se transmitía una cultura ancestral y atávica con historias religiosas impregnadas de magia y de misterio: la odisea de San José, la Virgen María y el niño Jesús. Toda una historia que se iba relatando en esa metáfora visual de la que participábamos como niños y en la que, además, nos hacían sentir protagonistas.
La actividad y los nervios empezaban ya a principios de diciembre, hacia el día de la Inmaculada, patrona de España, que, al ser festivo nos solía proporcionar un buen puente que nos sabía a anticipo de las fiestas que se aproximaban. Nosotros montábamos el Belén en casa de mi tío Antonio, junto a la casa de mis abuelos, en la pared del fondo del cuarto de estar donde se arrinconaba una mesa sobre la que iríamos trabajando hasta completar el Belén. La tarea no se iniciaba en la casa, sino en el campo. Durante la primera excursión, todos los primos buscábamos troncos que nos sirvieran de fondo, algunas ramas y guijarros bonitos por su color o su forma. Todos los primos íbamos como en manada a la búsqueda del tesoro. Correteábamos ilusionados con nuestro hallazgo hasta mis tíos. Ellos los examinaban con mirada experta y los escogían o los rechazaban.
El siguiente paso consistía en preparar la base sobre la que iríamos colocando las figuras: se extendía un hule en la mesa y, sobre ella, una capa de serrín que hacía las veces de tierra o de arena. El rincón quedaba reservado para el tronco más grande, el más bonito, hueco. Ese era el que iba a hacer funciones de «portal»; los demás se distribuían en los laterales de forma irregular; ellos serían las colinas o las montañas escarpadas. De izquierda a derecha colocábamos una cinta de papel de plata que sujetábamos a tramos con guijarros y a tramos con serrín para formar pequeñas playas en los meandros. Después sacábamos de las cajas las figuras. Las nuestras eran de plástico policromado. También las había de barro, pero nuestro Belén tenía muchas piezas y hubiera sido muy caro. San José con su vara en la mano, la Virgen sentada, un pequeño pesebre, la figura sonriente de el Niño Jesús, la mula, el buey; y el ángel que, encima del portal, anunciaría la buena nueva, la noticia del nacimiento de Dios hecho humano entre los hombres.
A medida que las figuras iban encontrando su lugar, los niños, boquiabiertos, escuchábamos su historia: esa era la mula en la que llegaron José y María, nadie les dio posada, «¿Dónde ponemos la posada?», y se colocaba en un lado del camino o en una colina con su puerta cerrada y el posadero asomándose a la ventana de la planta alta con un farol en su mano derecha, y se iba vistiendo de imágenes la historia. San José y María huían de Herodes que, cuando nació el niño, mandó matar a todos los recién nacidos, «¿Y dónde ponemos el castillo de Herodes?», y allí quedaba el castillo de Herodes con sus torres de corcho y sus dos centinelas romanos. Hacía tanto frío que cuando nació el niño, San José decidió colocar junto al pequeño pesebre al buey y la mula. «¡Ahhh!», por eso hay que ponerlos a los pies del niño, sus hocicos orientados hacia sus pequeños pies para que no se hielen. Y Dios mandó a sus ángeles a anunciar el nacimiento de Jesús: y los ángeles iban apareciendo, primero sobre el portal, luego en los pequeños campamentos de pastores dispersos por el belén reunidos en torno a una fogata donde, normalmente, un caldero anunciaba la humeante cena. Allí, en medio, quedaban suspendidos con su alambre y sus brazos extendidos. Los ángeles siempre tenían los brazos abiertos, sonreían, un halo dorado o blanco rodeaba su cabeza y la mano derecha estaba semicerrada y algo adelantada, como si estuvieran impartiendo una bendición. El ángel que más me gustaba era el que iba encima del portal porque era más grande y tenía las alas más largas.
Después hacíamos el camino sobre el serrín, algo serpenteante, con un carrete vacío de hilo. Sobre él íbamos colocando pastores: unos con las manos vacías, otros llevando cestos con huevos, con verduras, otros con corderillos al hombro. No podían faltar el tamborilero y el flautista. Todos se dirigían al portal a adorar al niño, como decía el villancico que invariablemente canturreábamos mientras los situábamos en el camino con sus presentes. Y de oriente, guiados por una estrella -«¿Dónde está la estrella? ¿Y dónde la ponemos? Ven aquí yo te sujeto», y la estrella de plata de larga cola quedaba sujeta a la cortina de fondo que hacía las veces de cielo- llegarón tres Reyes Magos que se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar. Y entonces había que sacar a los tres reyes con sus pajes y sus caballos. Teníamos entonces caballos y no camellos y, además, los Reyes podían descabalgarse, pero entonces se quedaban con las piernas como entre paréntesis en una actitud impropia de un rey, y a mí no me gustaba. Sacábamos el puente, lo situábamos sobre el río enfrente del portal y colocábamos en orden los tres reyes: primero Melchor, el de la barba blanca; después, Gaspar, el de la barba rubia; y, por último, mi favorito, Baltasar, el más exótico porque venía de un lugar donde la gente era negra y aquello debía estar muy lejos muy lejos y ser maravillosamente extraño -todavía no me habían inundado los prejuicios de los miedos de las primeras películas de Tarzán-.
Ahora que lo esencial estaba planteado, teníamos que volver al campo a recoger piñas, madroños y verdina. La verdina había que dejarla siempre para el final porque si no, se secaba, se ponía marrón y ya no quedaba bonita. Las piñas no eran para el Belén, las usabamos para adornar la mesa y luego comernos los piñones. Ya de vuelta en casa, se empezaba por plantear los cables con las bombillas para la iluminación. Eran cables largos con muchas bombillas de colores verdes, amarillas, rojas, azules… Había primero que desenredarlos y comprobar que funcionaran. Luego se presentaban sobre el Belén haciendo coincidir las bombillitas con casas, ventanas, hogueras, fragua… y hasta en los pozos. Una vez presentados, había que camuflarlos, así que íbamos moviendo las figuras ya colocadas para pisar los cables, enterrarlos con el serrín, ocultarlos con los guijarros… hasta que quedaba perfectamente disimulado. Después le dábamos el toque final situando las ramas de madroño en la pared como adorno y usando la verdina para crear pequeñas praderas de césped.
Ya solo nos faltaba distribuir el resto de las figuras para ir creando la ilusión de un pueblo: las lavanderas en el río, el herrero golpeando en su fragua, los panaderos sacando pan del horno encendido, el agricultor con su arado -los surcos los hacíamos con un peine y quedaban de maravilla-, los rebaños de cabras, las piaras de cerdos, los patos, las ocas y los cisnes en el río nadando bajo el puente -ese río no entendía de corrientes-, la noria… En fin, todo un mundo de fantasía donde volcar la imaginación de un niño.
Ya estaba. Faltaba la puesta de largo. Ese convocar a la familia para que vieran nuestro Belén. Los niños los arrastrábamos hasta él en un día señalado. Lo tapábamos con la complicidad de mi tía Fali y se lo descubríamos con las luces encendidas. Invariablemente decían «Ohhhh, qué bonito» y nos sentíamos orgullosos de nuestro esfuerzo, de haber creado algo bonito y de haberles podido ofrecer nuestro belén.
Sacábamos al niño Jesús del pesebre, porque no nacería hasta el día 24, mi tía lo guardaba. Luego, el 24 de diciembre, a las 12 de la noche, antes de ir a la Misa del Gallo, lo colocaríamos en el portal.
Había empezado la Navidad. Olía a castañas asadas y a frío. A humo de chimenea, a leña de encina y olivo. Olía a anís y coñac. Olía a tabaco y mantecado. Olía a risa y sonaba a villancicos y felicidad.
Así era nuestro Belén.
Feliz Navidad.
Muchas gracias primo me ha gustado tu relato del belen
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