He elegido este título a raíz de un artículo de Juan Manuel de Prada publicado en ABC que un buen amigo me ha reenviado. ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué tenemos una de las tasas de natalidad más bajas del planeta? No hay una respuesta sencilla a estas preguntas, pero cuando el ser humano renuncia a su naturaleza está enfermo moralmente. No se equivoquen, no me refiero ahora a la «moral católica o religiosa», me refiero a la moral en mayúscula desde una perspectiva religiosa, humanística o humana si lo prefieren. La moral es la que nos dicta el por qué hacemos lo que hacemos, la motivación que guía nuestros actos.
La palabra «proletario» venía de «prole», de aquella persona cuya única posesión y riqueza eran sus hijos. Pero hemos logrado que un hijo no sea ni una posesión -ellos nos poseen-, ni una riqueza -solo suponen gastos-. Del padre que disponía del tiempo y de los beneficios que producía el hijo desde que tenía edad de producir, hemos pasado a la hiperprotección en derechos donde un juez sentencia a un padre a seguir manteniendo a su hijo de 27 años al que no le apetece trabajar y prefiere jugar a la petanca. Hemos pasado de una familia que integraba la atención a los hijos en la distribución de papeles en el matrimonio, a un nuevo matrimonio en el que prima el interés individual de los cónyuges. Hemos pasado de una política que propiciaba la familia numerosa, a la imposibilidad de conciliación.
Por nuestro afán de proteger a los niños, hemos llegado a creer y crear una carga para el matrimonio. Ya no pensamos en lo que los hijos nos reportan a nuestra vida, la posibilidad de transmitir y recrear, de devolver lo que un día nos fue dado: primero la propia vida, segundo el calor y el amor de un hogar, tercero un sentido de la trascendencia. El amor no se agota en uno mismo, adquiere su sentido cuando se pone en obra a través de los actos. Y el disfrute requiere paciencia. Pero la paciencia es otra de las virtudes que se han ido quedando en el camino en un modelo de sociedad que todo lo quiere aquí y ahora. Y este entrenamiento, cuando nos instalamos en la visión hedonista, egoísta, de la propia existencia, reporta unas actitudes muy difíciles de vencer.
Pero nadie echa de menos aquello que no posee. Yo, que tengo dos hijos, sí que puedo decirles que han costado mucho tiempo, dedicación, horas de insomnio, preocupaciones, dinero, discusiones… Todo ello es cierto. Como también lo es que me han reportado enormes alegrías, de esas que se sienten con el alma y que no se borran, de esas que solo puedes sentir cuando tienes hijos. Y ahora que me aproximo al ocaso, veo en ellos, en su existencia, en su vida, el que mi propia vida no ha sido inútil, y que en ellos yo seguiré viviendo como viven en mí mis padres y abuelos… Una cadena que se pierde hacia el pasado y hacia el futuro.
Por eso, cuando alguien me pregunta por qué decidimos tener hijos, siempre respondo que porque nos sobraba amor en nuestras vidas y algo había que hacer con él, porque no tiene sentido luchar toda una vida por crear una sociedad mejor, más justa, más humana…, si no estamos pensando en alguien que pueda habitarla. O si no, ¿para qué o quiénes estamos creando esta sociedad de occidente?
En fin, el tema da para mucho más, pero aquí les dejo el artículo que motivó esta reflexión y que cada uno extraiga sus propias conclusiones.
«Hasta hace poco, las parejas sin descendencia eran miradas con una suerte de caridad compungida; presumíamos que, si no habían procreado, se debía a que alguna deficiencia orgánica se lo impedía. Tratábamos a estas parejas sin hijos con esa especie de funesta obsequiosidad que empleamos con los familiares de un difunto, cuando acudimos al velatorio a confortarlos. Ahora empieza a suceder lo contrario: a las parejas con hijos se las empieza a mirar con una mezcla de aprensión y desconfianza, como si fueran pringados a quienes el farmacéutico del barrio endosa las cajas de condones averiados; las parejas sin hijos, en cambio, son contempladas con una fascinada curiosidad, incluso con envidia. Se han convertido en un modelo social digno de emulación, en «creadores de tendencias»; incluso se les ha adjudicado una designación que suena risueña y megacool, «dinkis» (derivada del acrónimo DINK: «Double Income, No Kids»). Son parejas que han dimitido voluntariamente de la procreación, encerradas en la cápsula de un amor sin prolongaciones, como Narcisos atrapados en su fuente. Ya ni siquiera necesitan justificar las razones de su elección; pero, en caso de que alguien se las pregunte, responden con una munición orgullosa y archisabida: desean prolongar su juventud (pero en el fondo saben que son jóvenes fiambres, y que no hay modo más infalible de acelerar el advenimiento de la vejez que la compulsiva manía de disimularlo con afeites juveniles), desean alcanzar la estabilidad laboral (pero una vez alcanzado este objetivo, la ambición les dictará seguir ascendiendo), desean disfrutar de sus ratos de asueto, de sus vacaciones, y, sobre todo, de su dinero con una intensidad que no les permitiría la fundación de una familia.
No negaremos que haya razones sociales, económicas, psicológicas e incluso ideológicas por las que entre los europeos se ha extendido un modelo de convivencia tan narcisista y ensimismado en el disfrute de un bienestar puramente material. Pero, más allá de estas razones coyunturales (que no son sino lastimosas coartadas), existe una razón mucho más honda, que es el hastío vital. El amor que no se prolonga en otro ser acaba sucumbiendo a la náusea de su propia esterilidad; esos «dinkies» que se juntan para inventar una forma de entrega postiza que en realidad es una forma de egoísmo recíproco encarnan, acaso sin saberlo, el emblema de un fin de época. Algo muy grave está ocurriendo, cuando un continente que atraviesa la etapa más próspera de su historia, que dispone de medios para combatir la enfermedad y prolongar la vida, que parece haberse sacudido la amenaza de las guerras, plagas y catástrofes naturales que en otras épocas diezmaron su población, presenta una tasa de nacimientos (sólo rectificada por el flujo de inmigrantes) que ha caído por debajo del nivel de sustitución. Algo muy grave está ocurriendo, cuando cada vez más europeos se niegan a crear una nueva generación.
Los pueblos que dimiten de la procreación son pueblos que han perdido la fe en el futuro. El suicidio demográfico, ese «arrebato de automutilación» (Solzhenitsyn) que está minando la vitalidad europea, delata la crisis de una forma de civilización. Falta una esperanza que dé sentido a nuestra vida y a nuestra historia. La debilitación del concepto de familia, el ombliguismo existencial, el egoísmo parasitario de las nuevas generaciones que postergan o declinan la oportunidad de reproducirse no son sino síntomas de esa crisis. Europa no sólo carece de recursos para mantener su civilización, sino que ni siquiera posee argumentos para prolongar su existencia. A este hastío vital que mata la imaginación, entorpece el deseo y niega el futuro humano se le considera, sin embargo, una «tendencia» digna de ser emulada. Ha llegado el momento de cerrar el quiosco y esperar la llegada de los bárbaros».