EL TEATRO ESPAÑOL DE 1900 A 1940:
El teatro debe ser entendido como un género para ser representado que depende directamente de los gustos del público que paga su entrada; efectivamente, los condicionamientos comerciales harán que las innovaciones tan vivas en poesía o narrativa, no se aprecien con la misma nitidez en el teatro. El público, burgués y con posibilidades, no acepta una crítica que se aleje de los ideales conservadores establecidos, de ahí que el teatro de la renovación escénica se diseñe más para la lectura que para la representación. El teatro que triunfa es continuista en temas y formas: la comedia burguesa –Jacinto Benavente-, el teatro neorromántico y modernista de corte tradicional, y el teatro cómico costumbrista emparentado con la zarzuela. En el teatro innovador encontramos las experiencias teatrales de algunos noventayochistas –Unamuno y Azorín- o de algún contemporáneo –Jacinto Grau- y muy especialmente el teatro de Valle-Inclán, auténtico renovador de la escena española. Por último, las vanguardias alcanzarán también al teatro con la Generación del 27 y será Federico García Lorca el que se erija en síntesis y cumbre de sus inquietudes.
El siglo se abre con el triunfo de la comedia burguesa con un genio en su categoría: Jacinto Benavente. Aunque empezó con una obra de fuerte carga ideológica, El nido ajeno, donde retrata la frustración de una mujer casada en la sociedad burguesa del momento, su fracaso de taquilla le hizo optar por una crítica más mesurada que le llevó al éxito comercial –Gente conocida, 1896; Lo cursi, 1901; La noche del sábado, 1903; etc.-. Su obra cumbre será Los intereses creados (1907), una interesante farsa de enredo a la manera de la comedia dell’arte italiana que encierra una mordaz crítica al arribismo propiciado por el consumismo en la sociedad burguesa. Ya instalado en el éxito, Benavente intentará obras de más calado como sus dramas rurales Señora ama (1908) y La Malquerida (1913), pero no alcanza la verosimilitud en el estilo y los diálogos y queda lejos de autores como Valle-Inclán. En 1922 fue galardonado con el Premio Nobel, pero la crítica ya le es adversa. Con todo, sus obras llegaron a representarse incluso en la posguerra (La culpa es tuya, 1942; La infanzona, 1945; Al amor hay que mandarlo al colegio, 1950). Su mayor importancia quizá sea marcar un antes y un después entre la comedia romántica grandilocuente y el nuevo teatro. Fue un genio en la concepción escénica, y en su facilidad para el diálogo y su capacidad para captar ambientes y someterlos a una fina crítica desde una perspectiva desengañada y consciente.
Simultáneamente, sigue cultivándose el teatro de corte modernista escrito en verso, evasivo en sus temas y planteamientos, que entronca con la tradición del teatro del Siglo de Oro –Lope y Calderón-. En él encontramos a autores como Francisco Villaespesa (1877-1936) con obras como Doña María de Padilla (1913) o Abén Humeya (1914); o Eduardo Marquina (1879-1946) con obras como Las hijas del Cid (1908) o Doña María la Brava (1910). Hoy es un género pasado cuyos excesos llegan incluso a hacer gracia. Más finos son los dramas en verso de autores como los hermanos Machado que tratan el tema histórico en obras como Julianillo Valcárcel, 1926, o Juan de Mañara, 1927 –interesante obra que trata un personaje histórico de la Sevilla del siglo XVII que pasó de llevar una vida disoluta a ser un asceta-; y también temas modernos en obras como Las adelfas -1928- o La Lola se va a los puertos -1929-; o José María Pemán, del que destacaremos El divino impaciente, magnífica obra escrita en 1933 sobre San Francisco Javier, Cisneros –1934-, o Cuando las Cortes de Cádiz –1934-. Sin embargo, no sería hasta Federico García Lorca cuando se alcance un teatro en verso de auténtico valor.
Quizás el teatro que alcanzó mayor éxito de público fue el teatro cómico enmarcado en la comedia costumbrista y el sainete, muy en la línea de las zarzuelas tan en voga durante la época. Dentro de esta línea destacaron los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, sevillanos de Utrera. Son situaciones de enredo sentimental en las que se obvia cualquier otra problemática. No obstante, su gracia natural para componer situaciones y diálogos entre personajes puros, suscitan la risa de forma continua, lo que explica su éxito –La reina mora, El ojito derecho (1897), El patio (1900), El genio alegre (1906), etc.-. También escribieron algunos dramas como Amores y amoríos (1908) o La Malvaloca (1912) que pierden la tensión propia de sus sainetes. Más interés presenta Carlos Arniches (1866-1943) que llegó a imponer un tipo de actitud y forma de hablar desde la escena a las calles de Madrid siendo él de Alicante, el de los chulapos y chulapas: diálogos cómicos en los que se acumulan los equívocos, juegos de palabras, exageraciones, desplantes. Entre sus títulos destacan El santo de la Isidra (1898) o Los milagros del jornal (1924). A partir de 1916 da un giro hacia lo que él llama la “tragedia grotesca”: mantiene la clave cómica, pero ahora los personajes lo son trágicos, seres desgraciados, marginales, que, por contraste, resaltan la marginalidad e injusticia social. El mejor ejemplo de este estilo es La señorita de Trevélez (1916).
Entre los autores del 98, Unamuno llevó sus temas al teatro en obras como Fedra (1911), Soledad y Raquel (1921) y, sobre todo en El otro (1927) en el que plantea de forma genial el problema de la personalidad del ser humano. Azorín llega al teatro tardíamente adentrándose en lo irreal y lo simbólico en dramas como Old Spain (1926) donde profundiza sobre la angustia del tiempo. Pero el más destacado, sin estar en la lista del 98, es el barcelonés Jacinto Grau, quien fue exclusivamente un autor dramático. Aunque no fue reconocido en España y murió exiliado en Buenos Aires, gozó de gran prestigio en Iberoamérica. Su producción es escasa y suele centrarse en mitos clásicos como el tema de don Juan en Don Juan de Carillana (1913). De sus obras destaca especialmente Lo invisible, una trilogía que tiene como hilo conductor la angustia ante la muerte, y El señor Pigmalión, donde recrea el mito clásico, el creador de muñecos que anhelan estar vivos y se rebelan contra su creador.
El mayor renovador escénico del 98 fue Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936), inconformista pertinaz dedicado en cuerpo y alma a su literatura y a la búsqueda de nuevas formas. Evolucionó desde una estética modernista –“soy carlista por estética”- a posiciones revolucionarias –llega a pedir una dictadura como la de Lenin e ingresar en el partido comunista-. Su aportación al teatro es el “esperpento” que aparece en su obra a partir de 1920 con Luces de bohemia, una mezcla de tragedia y comedia basada en una deformación sistemática de la realidad donde la caricatura se convierte en norma y que se inspira en los famosos espejos del callejón del gato. A este estilo pertenecen Los cuernos de don Friolera (1921), Las galas del difunto (1926) y La hija del Capitán (1927) que aparecerán después bajo el título genérico de Martes de carnaval. En estas obras desfilan personajes grotescos presentados con la técnica del chafarrinón con un lenguaje crudo y soez. Valle-Inclán se recrea en la degradación formal y moral tanto de personajes como de instituciones e ideales en una carcajada que oculta un profundo lamento por la desmitificación de unos principios de nobleza que él mismo hubiera defendido. Se llegó a pensar que sus obras no eran teatro porque resultaban irrepresentables, pero lo eran por las limitaciones escénicas de la época como se ha demostrado posteriormente con las nuevas concepciones y técnicas de representación. En este sentido fue un adelantado, defendiendo por ejemplo un teatro de “numerosos escenarios” inspirado en la composición cinematográfica. Tampoco cedió a las exigencias del público, prefirió refugiarse en el teatro leído, de ahí que sus acotaciones tengan tanto valor como el propio diálogo o que introduzca escenas irrepresentables en un escenario, era un teatro en “libertad” que no tenía en cuenta limitaciones físicas ni económicas. Constituye un auténtico visionario que anticiparía las vanguardias europeas. Es la figura cumbre del teatro español en el siglo XX.
La Generación del 27 es también importante en cuanto a la escena española. Junto a los autores de la citada generación debemos considerar a sus coetáneos Casona, Max Aub, Jardiel Poncela y Miguel Mihura. Su importancia podemos centrarla en tres aspectos: por una parte, depuran el teatro en verso; por otra, incorporarán formas de vanguardia a la escena y, por último, realizan un gran esfuerzo por acercar el teatro al pueblo –“La Barraca” con Lorca, o “Teatro del pueblo” con Casona-. Buena parte de los poetas del 27 escribieron para el teatro –Salinas, Judith y el tirano, El dictador; Rafael Alberti, El hombre deshabitado, Sobre los ángeles; Miguel Hernández, Quien te ha visto y quien te ve, El labrador de más aire, etc.- pero no llegaron a la altura de Lorca del que hablaremos más adelante.
Alejandro Casona (1903-1965) destacó pronto con el premio “Lope de Vega” en 1934 con La sirena varada. Tras la guerra se exilia en Buenos Aires donde siguió cultivando el teatro hasta su regreso a España en 1963. Destacó por su buena construcción escénica y su capacidad para combinar elementos reales y fantásticos, pero sus personajes resultan estereotipados y los diálogos forzados. Su principal obra fue La dama del alba, la muerte que acude hasta una casa rural en Asturias para llevarse a su víctima.
Mayor importancia tiene Max Aub que trata de llevar las vanguardias al teatro, el primero en intentar acometer una auténtica revolución escénica. Sus dramas tratan sobre la incapacidad del ser humano para aceptarse a sí mismo, comprender la realidad o comunicarse. Su mejor producción la realiza en el exilio con obras como San Juan (1943), Morir por cerrar los ojos, o No, en las que trata el problema del nazismo, la persecución de los judíos, la segunda guerra mundial. Fue un autor desconocido por las circunstancias políticas vividas en España y por su exilio que ha sido puesto en valor en las últimas décadas.
Nos queda el gran poeta y dramaturgo granadino Federico García Lorca (1898-1936), una de las cumbres de nuestro teatro. Aunque inició su actividad teatral en su juventud (El maleficio de la mariposa), no alcanzaría su éxito hasta el estreno de Mariana Pineda (1925), la heroína que murió ajusticiada en Granada en 1831 por bordar una bandera liberal. Pero sus mejores obras son las últimas que presentan una asombrosa unidad temática: el mito del deseo imposible, el conflicto íntimo entre la realidad y el deseo, la pasión enfrentada a los convencionalismos morales, sociales, amores condenados a la frustración y la soledad, que tienen la muerte como última salida… Estos sentimientos se concentran en sus personajes femeninos cuyas ansias de pasión, de maternidad, de libertad… chocan con los convencionalismos impuestos, prejuicios de casta, obligaciones establecidas a los padres, al honor, al que dirán, a los muertos… Reproduce, así Lorca una nueva tragedia que alcanza su cima en las tres obras de ambiente rural: Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1936). Sus protagonistas están marcadas por un destino ineludible: por la pasión desbocada, por el ansia de maternidad, por la imperiosa urgencia de una libertad negada. La realidad es una trampa que se impone al individuo negándole la felicidad de la realización personal. Solo queda la condena a la frustración representada en personajes secundarios que se mueven como sombras resentidas, sombras de locura, infelicidad, condena. Y lo más trágico, es la propia mujer la guardiana de estos convencionalismos que la condenan: Bernarda, la madre del novio…
Lorca combina en sus obras la prosa y el verso y, a la manera de Lope de Vega, introduce elementos líricos y escenas populares, canciones, celebraciones, bailes, a veces con matices anticipativos para crear atmósfera de tensión dramática en la obra –como los antiguos coros griegos- . La clave de la trascendencia de su teatro reside en el simbolismo de sus personajes y de los temas tratados. Su teatro representa el drama de cada ser humano enfrentado a problemas telúricos, profundos de la realidad del momento, y que aún quedan, en buena parte, pendientes de resolver.
Muchas gracias por esta labor. José Cenizo, profesor.
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