Decía un proverbio chino que no importa desconocer la respuesta sino saber cuál es la pregunta -Confucio-. Cuando hablamos de educar en valores o valores en la educación lo que debemos preguntarnos es ¿qué tiene valor y qué no en educación?, o si lo prefieren ¿qué es lo más valioso para el futuro desarrollo del niño?
En Inteligencia natural (Toromítico, 2013) defiendo que lo que tiene más valor en educación es mostrar al niño el camino para ser feliz por sí mismo. Mucho se habla de las diversas inteligencias, lóbulos cerebrales, velocidad de procesamiento… Pero se nos escapa que en la toma de decisiones a lo largo de la vida lo que más influye es la carga emocional asociada a esa decisión. Nos preocupamos mucho de la potencia del motor de un coche -inteligencia cognitiva, capacidad de almacenamiento y proceso de datos-, pero se nos olvida que el coche, para ser operativo, necesita que todos sus componentes funcionen bien, y lo hagan en armonía. El ser humano necesita relacionarse con los demás, saber qué lugar ocupa, saber aceptar una opinión y saber expresarla, saber querer y ser querido, saber expresar sus sentimientos. Y esto es tan importante o más que la cantidad de datos que seamos capaces de almacenar.
Tampoco nos serviría de nada el mejor coche si no nos creemos capaces de conducirlo. Como de nada nos sirve tener una carrera universitaria si nos sentimos incapaces de desarrollar una función, desempeñar un trabajo. La autoestima es fundamental para construir una vida, el aceptarnos y querernos para construir a partir de nuestra realidad. La resilencia es necesaria para superar con rapidez las frustraciones que la vida inevitablemente cruzará en nuestro camino, desarrollar los mecanismos críticos necesarios para evitar caer en el tobogán de los iconos preestablecidos a través de la publicidad, también. ¿Cómo va a ser feliz un niño si no es capaz de superar una frustración, aplazar la recompensa y automotivarse en el esfuerzo soñando con la superación de las dificultades?
Y, por último, ¿de qué nos sirve el mejor coche y la mejor habilidad para manejarlo si no sabemos dónde vamos o para qué vamos allí?. El resultado es que nos quedaríamos dando vueltas en la primera glorieta sin saber qué camino tomar. Esa es la inteligencia moral de la que hablo en Inteligencia natural, es decir, tener claro un proyecto de ser, primero, un proyecto de hacer después. Manuel Segura afirmaba: «Dime por qué actúas y te diré en qué estadio moral te encuentras», porque la moralidad evoluciona a medida que crecemos conforme va desarrollándose nuestra inteligencia emocional, social y cognitiva, conforme aquilatamos experiencias en nuestra relación con nosotros mismos, con nuestra familia, con los compañeros, con los amigos…
Importa que sepamos que es normal que un niño en su segunda infancia se mueve por la «regla inquebrantable», una norma que asume desde la familia y la escuela. Es una etapa en la que padres y maestros están idealizados, obedecen aunque no siempre racionalizan las causas de la conducta que se les proponen porque frente a una agresión solo entiende la agresión como respuesta justa, porque exige para los demás las normas que le son exigidas porque son las normas, que entiende que no puede invitar a su cumpleaños a un niño que no lo haya invitado a él. Aún no ha desarrollado la capacidad de conjugar hipótesis, esto llegará con la pubertad. Cuando llega, inicia su etapa de despego en dos fases, el cuestionamiento y el rechazo. En la etapa preparatoria el niño comienza a cuestionar las reglas familiares y escolares, el crecimiento de la precorteza cerebral que acompaña al desarrollo físico asociado al periodo hormonal le proporciona una nueva potencia: la capacidad de elaborar hipótesis y conjugarlas mentalmente. Surge así el por qué tengo que hacer esto. En esta primera etapa, comienza a desplazar el área de influencia de la familia hacia los amigos. Su prioridad en esta etapa es la socialización. Necesitamos sentir que somos aceptados por nuestros pares como fase previa al desprendimiento de la familia, a la conquista de nuestra independencia como personas. El estadio moral también evoluciona y actuamos «por agradar al grupo» para integrarnos en él. Es una etapa iniciática también en las relaciones con el otro sexo y sirve como enlace a la focalización individualizada de la atracción sexual. Y es esta focalización individualizada la que, normalmente, nos lleva a saltar al siguiente estadio moral ya propio de la adolescencia: el periodo egoísta. Actuamos porque a nosotros nos conviene, nos apetece, nos gusta, nos atrae. Es el periodo de declinar la primera persona: «yo», «mi», «me», «conmigo».
En la primera época, el chico renuncia a la chica por seguir a sus amigos. En el segundo, renuncia a sus amigos para seguir con su chica. Pero también esta etapa deberá superarse si queremos educarnos en la felicidad. Y se hace cuando se comprende que no podemos construir la felicidad a expensas de los demás porque somos parte de ellos, como ellos lo son de nosotros, cuando sentimos que el camino para ser feliz es lograr ver feliz a la persona que amas, cuando comprendes que recibe más quien más da. Entonces estamos en disposición de aprender a entregarnos en aras de un proyecto en común con otra persona, con un colectivo o con la sociedad. Pero eso requiere el desarrollo de la asertividad y el control de las emociones. Y esto no se enseña en las aulas. Muchas veces, como padres, nos angustiamos ante el egoísmo de nuestros hijos; es el momento de tener paciencia y confiar en la base que han recibido comprendiendo que es una etapa necesaria de su crecimiento sin la cual no podrían ser ellos mismos. Quien no es capaz de cuestionar y enfrentar los principios familiares continuará como una prologación de sus padres sin alcanzar una sentido propio, una individualidad autónoma.
Por eso, cuando hablamos de educación en valores o valores en la educación, conviene separar «Educar» en mayúsculas, de «instruir». El círculo íntimo, la familia, es el esencial en la educación de lo que es más importante en la vida de cualquier ser humano: la autoestima, la programación neurolingüística, la socialización, la aceptación, la asimilación de unas normas básicas de convivencia y relación, la capacidad de aplazamiento de la recompensa, la resilencia, la alegría de vivir, la capacidad de automotivación, de elaborar un proyecto de vida propio, la generosidad, la solidaridad, los hábitos de trabajo, y, sobre todo, la conquista de su autonomía como ser humano, el ser capaz de decidir y actuar por sí mismo. En esta educación, las escuelas son una delegación de la familia, una prolongación de la misma. A medida que crecen, poco a poco, van convirtiéndose en centros de instrucción, de transmisión de habilidades y conocimientos, de competencias si lo prefieren. Pero es muy difícil alcanzar la instrucción sin educación, porque el niño ha de ser receptivo al aprendizaje y eso solo se consigue cuando está preparado como persona y desea aprender.
Y los valores esenciales, no se aprenden con charlas ni conferencias, sino desde la convivencia cotidiana y sencilla. Porque ellos aprenden lo que ven. Y esto hemos de tenerlo siempre presente: el 90 % de la información que percibimos y procesamos en nuestro cerebro procede de la comunicación no verbal. Nadie puede dar lo que no posee. Si a un niño no le hablas, no aprenderá a hablar. Si a un niño no lo amas, no aprenderá a amar. Si tu hijo no te ve leer, difícilmente será un lector. Si no te ve dar las gracias y pedir perdón, difícilmente comprenderá qué es el agradecimiento o el arrepentimiento. Si no hablas con él, él no hablará contigo.
Frente a la confusión existente en torno a la educación, debemos afirmar que no existe relativismo en los valores. Puedo no saber qué le conviene estudiar a mi hijo para obtener mañana un buen trabajo -eso es instrucción académica-, pero sí sé qué clase de persona quiero que sea porque entiendo que así tendrá más oportunidades de ser feliz en la vida, de vivir su vida en plenitud. Centrémonos pues en pensar en el «ser» y no en el «tener» y veremos cómo las dudas y la relatividad se disipan: ¿alegre o triste?, ¿sociable o aislado?, ¿generoso o egoísta?, ¿trabajador o perezoso?, ¿estudioso o que pase de los libros?, ¿comunicativo o mudo?, ¿generoso o egoísta?, ¿autónomo o dependiente?…
Hemos tenido pocas dudas, ¿verdad? Todos sabemos qué es lo mejor por sentido común y por experiencia. Ahora se trata de intentar educarnos a nosotros mismos para educar a nuestros hijos. Porque educar no solo es fácil, es inevitable. Educamos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. La pregunta que debemos hacernos, sabiéndolo, es ¿cómo quiero educarlos? Y la clave está en comprender que ellos valorarán en sus vidas aquello a lo que tú le des valor durante su crianza. La puerta: la coherencia en la vida.
José Carlos Aranda