
A José Luis Moraño, mi gran amigo
Hoy nos toca poner palabras al dolor de tu ausencia, a la soledad. Pero no hay palabras, José Luis, que puedan contener el vacío que nos queda.
Te marchas con tu música, tu saxofón, y el inmenso amor que derramaste en vida. Una vida de bondad y entrega hacia tu familia, tu esposa, tu hijo, tu hermana, tus amigos, tu banda de música de la Santísima Virgen de la Esperanza y tus niños, esos niños a los que recibías cada día en tu portería con una sonrisa. Y es mucho ese amor, José Luis, es mucho. Cariñoso, familiar, noble, generoso sin límite, buen padre, esposo, hermano, amigo.
Ayer, cuando me enteré, recé con Machado: Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
Después sentí la rabia de Hernández pensando lo temprano que levantó la muerte el vuelo, lo temprano que madrugó la madrugada y sentí no poder perdonar a la tierra ni a la nada.
Después recordé ese pregón de Semana Santa, ese hablar contigo, ese sentirte conmigo y sentí que seguirás ahí, que tu peregrinar ya acabó y has firmado una vida ejemplar. Y pensé en esa Virgen tuya, tan tuya que siempre te acompañó y supe del cielo que te espera, y supe que siempre estarías con nosotros, que no te vas, y me acordé de Manrique, de esa literatura tan nuestra hecha vida: ya olvidados tus sentidos, rodeado de tu mujer, de tu hijo y tus hermanos diste el alma a quien te la dio, que Dios te tenga en su gloria, y aunque ya no estés aquí, nos ha dejado un enorme consuelo tu memoria. Incluso en tu muerte, puerta de la resurrección y la vida eterna, fuiste ejemplar, José Luis.
Gracias, José Luis, por esa vida entregada, por ser tú, siempre estarás en nuestros corazones. Ahora, descansa en paz. Hasta luego.