LOS CHICOS DE HISTORIA. REFLEXIONES. José Carlos Aranda Aguilar.
La vi junto a un grupo de alumnos y mi hija el viernes 11 de diciembre de 2009 en el Gran Teatro de Córdoba.
Me gustó, es una obra que trata de temas muy serios con un aire desenfadado y, aparentemente, en clave cómica que hace muy variada y entretenida la representación, que mantiene la sonrisa en el rostro –como buen humor inglés-, pero que tiene un juego de contrastes en los personajes y en el diseño de la trama que invita a posicionarse y reflexionar sobre la evolución de los modelos educativos y humanos.
Si no has visto o leído la obra, podrás encontrar el resumen en internet fácilmente.
Héctor , el protagonista, profesor con 30 años de experiencia a sus espaldas, es un personaje entrañable, pero es un caos. No estoy de acuerdo en la crítica que afirma que es un modelo en vías de extinción, ese que prima la educación en los valores para la vida antes que el “mercantilismo capitalista” como dice alguno de los comentaristas, un mercantilismo capitalista que quedaría representado en la obra por el Director del centro y el profesor joven “Irwin”, que aparece como refuerzo, relevo y antagonista de Héctor. Es una lectura muy simplista de la educación, en blanco y negro. ¿Habéis tenido alguna vez un profesor genial? Sí, ya sé que yo lo soy. Pero estoy hablando de la genilidad extravagante que se plantea en la obra. Yo sí lo he tenido, en la carrera. Era un placer escucharlo en las clases, me enseñó a disfrutar de la lectura crítica porque para él todo comentario era aceptable, todo tenía su sentido y lo importante era leer. Estuvimos un año entero con la primera mitad del siglo XIX. Entraba en clase como un huracán, repartiendo textos como si se tratara de una baraja de naipes, nos hacía leerlos, discutirlos, comentarlos, nos deslumbraba con sus conocimientos y aborrecía los manuales y los libros de texto donde yacía la literatura muerta. Recuerdo que en el examen de 4º, teníamos con él una cuatrimestral de literatura contemporánea, nos dio una fotocopia de un poema inglés –que no entraba en el programa- y otra fotocopia de un cuadro. El cuadro representaba una señora tumbada de espaldas contemplando un horizonte neblinoso que se desdibujaba difuminado. El examen consistió en una única pregunta: «Haz un comentario comparado entre el poema y el cuadro…». Aquello fue un sálvese quien pueda. Disfruté mucho con aquel profesor, pero su ausencia de método, el desentenderse completamente de los programas de estudio, el no saber de qué iba a hablar en la próxima clase, te llevaba a una desorientación permanente. No sabías de qué te tenías que examinar. Aborrecía los manuales, en ellos no encontraríamos la literatura, pero ¿qué teníamos que estudiar? ¿Cuál era el contenido real de las clases? Estaba por un lado el temario oficial de la Facultad, pero por otro lo que él hacía, lo que él quería y… eso lo teníamos que adivinar. No, no fue bueno. Acabamos la carrera con unas enormes lagunas de conocimiento sobre periodos completos que nos hubieran ayudado a comprender muchos más textos, otras realidades, otras formas de ver, sentir y comprender la literatura… y la vida. Porque cada generación renueva el arte y el pensamiento tratando de paliar la frustración de la generación anterior. Cada hijo es una reedición de su padre que trata de asimilar lo que en él vio de positivo y obviar y desplazar lo negativo. En esa cadencia de aprendizaje de la humanidad tenemos los mayores logros y las mayores aberraciones. Mirada la historia desde arriba, en perspectiva, cada movimiento literario y filosófico se comprende y justifica a partir de las deficiencias y precariedades de los modelos anteriores. Ahora lo sé, creedme. Curiosamente estoy hablando de la misma época en la que se centra la obra, finales de los setenta.
Por otra parte, la crítica oficialista presente en algunos de los artículos que os he enviado, carga las tintas sobre el “sistema capitalista” solo preocupado del éxito y que desatiende los valores humanos. En efecto, la preocupación del Director en la obra, y para eso contrata a Irwin, es lograr que los alumnos de su escuela accedan a las mejores universidades británicas y, para eso, hay que prepararlos específicamente para ese examen. Dicho así, efectivamente es un error. Se nos olvida, no obstante, dos cuestiones importantes: por un lado, es lícito que quien está encargado de una institución aspire a los mejores logros posibles con los recursos de que dispone, porque el hecho de que sus alumnos puedan ir a las mejores universidades no implica que ellos deseen hacerlo, simplemente no se es libre si la persona no tiene capacidad de elección. Si apruebas la Selectividad con un 9, no tienes que estudiar obligatoriamente Medicina, pero esa nota te brinda la libertad de elegir aquello que tú quieras y, en el futuro, sabrás que eres lo que eres porque tú lo decidiste, no porque lo decidió el sistema. La segunda cuestión que se nos olvida es que para lograr ese éxito no sólo tenemos las técnicas y la picaresca de Irwin a la que, varias veces en la obra, se alude como el barniz necesario para que los alumnos acaben de despegar. Ha sido necesario previamente el trabajo concienzudo y sistemático de la otra profesora que le ha inculcado todo el conocimiento preciso. Ese es un punto de partida basado en el esfuerzo, como también lo es la lucidez y la multiplicación de perpectivas complementarias que aporta Héctor. El problema de la educación de hoy va por otro lado, pero de eso hablaremos más tarde.
Creo que no es tanto ese planteamiento de preparación “para el éxito” como los métodos que se justifican para lograrlo. Irwin propone atravesar una fina línea, la de la ética personal, la de traición a los principios, a la verdad, a la honestidad siempre que ello pueda conducirnos al éxito personal. Esa renuncia es la clave negativa de la dinámica de Irwin, planteamientos ante los que el autor trata de ponernos en guardia. En la obra, esa transgresión se plantea para lograr el acceso a Oxford o Cambridge, pero si aceptamos el plantemiento vital, el falsear la realidad y actuar en contra de nuestra conciencia –justificar una dictadura, negar el holocausto, por ejemplo- con tal de conseguir nuestro objetivo vital, estamos aceptando el principio de que “el fin justifica los medios”. El fin último de salvar las almas de los herejes, creó esa aberración llamada Inquisición, por ejemplo. El fin era bueno: si lográbamos que antes de morir abrazaran la verdadera fe, perderían su cuerpo pero ganaríamos su alma para la eternidad, aunque para ello tuviéramos que acudir a la tortura –el fin justifica los medios-. En la obra se pone de manifiesto varias veces este principio cada vez que Irwin trata de explicar a sus alumnos la prioridad de “sorprender” al tribunal por encima de todo. Hay un momento en que dice textualmente esta frase: “La libertad es el precio que debemos pagar para lograr la garantía de la libertad”. Cuando además disponemos de la televisión para crear “confusión”, el principio de la autenticidad es secundario, dado que logramos nuestros fines: alcanzar el poder –pensad en la actualidad de este planteamiento en temas como la instalación de cámaras de vigilancia en las calles o la autorización de grabaciones telefónicas sin necesidad de una orden judicial ¿no estamos hablando de lo mismo?-.
Para lograr la integración de planteamientos, el autor debe humanizar al personaje de Héctor, hacerlo vulnerable. ¿Os imagináis un personaje plano –que no evoluciona- y que es perfecto en sus planteamientos docentes y pedagógicos?¿No había que arrastrarlo un poco por el fango para justificar el éxito del plantemiento de Irwin? Debe haber algo que lo arrastre hasta la tierra y a la vez justifique el que la fidelidad de los alumnos se encamine hacia el nuevo método. Los alumnos admiran a Héctor, pero hay algo en él que, aunque lo consienten, lo hace vulnerable: su pederastia. Y digo pederastia y no homosexualidad porque en la obra el personaje está casado, pero se excita manoseando a sus alumnos. El autor trata de escandalizar al espectador, baja del pedestal al personaje y nos hace plantearnos si es de algún modo justificable su actitud. La respuesta nos la da el mismo Héctor en uno de sus diálogos, cuando en la clase conjunta con Irwin sale el tema del holocausto judío: “Comprender un aberración es empezar a justificarla, y eso nunca” y él mismo es consciente, como personaje de haber efectuado una transgresión injustificable no por el vicio en sí, sino porque la transgresión lo pone en manos del sistema, es decir, lo pueden despedir por ello, pueden quitarle lo único que, al parecer, es un aliciente en su vida: la educación. Esta contradicción lo pone al mismo nivel que Irwin y el autor lo pone de relieve en el diálogo que los personajes tienen a solas mientras esperan frente al despacho del director. Aunque este es otro punto sobre el que volveré más tarde y que es otro de los puntos flacos de la obra.
Por otra parte, el hecho en sí cumple otra funcionalidad en la obra de la que autor es consciente, me refiero ahora a la relación que se establece entre alumno y profesor. Varias veces lo pone de manifiesto, incluso lo subraya en el alegato final, cuando uno de los alumnos dice “Tenía un contrato con nosotros. No sabemos muy bien en qué consistía, pero lo tenía seguro”. El propio Héctor hace mención al asunto cuando trata de justificarse ante la profesora de historia y el director: “Hay algo de erótico siempre en la relación entre el profesor y el alumno”. Tiene que ver, o así lo entiendo, con las fases de crecimiento personal expuestas por Segmund Freud: me explico. Una de las fases del crecimiento personal es el enamoramiento del referente, un personaje que nos deslumbra por su seguridad en sí mismo y porque encarna todos aquellos valores a los que nosotros aspiramos. Este enamoramiento es el que nos lleva a la imitación -¿recordáis aquel diálogo entre los alumnos en que uno de ellos acusa al “guaperas” de imitar la letra de Irwin y hace la misma acusación hacia el muchacho judío? Este responde inmediatamente que es el otro quien imita a Irwin y él imita a su compañero porque está enamorado de él. El diálogo es esclarecedor en este sentido de equiparar los afectos de admiración y amor. Ambos sentimientos nos llevan a tratar de acercarnos al objeto imitando sus actitudes, incluso sus gestos. Como sucede en la relación padre-hijo, profesor-alumno, médico-paciente, hemos de ver el lado humano de la persona, desmitificarla, comprender que tiene defectos como nosotros, para poder evolucionar como personas. Ese reconocimiento que viene dado por la lucidez de la madurez viene acompañado del sentimiento de frustración y rechazo –y este sentimiento nos ha sido hurtado en la obra, los alumnos no rechazan a Héctor, ellos ya lo sabían y se prestaban a su juego, incluso lo justifican y lo defienden hasta el final-, pero es, precisamente este conocimiento y este reconocimiento de la humanidad del referente el que nos permite independizarnos, cortar el cordón umbilical y volar por nosotros mismos. Sin esta desmitificación del referente nunca volaríamos por nosotros mismos ni buscaríamos nuestra individualidad.
La homosexualidad de Irwin va en el mismo sentido, la mímesis del “guaperas” que ha llegado incluso a modificar su letra para acercarse a su referente, se culminaría dominando a su referente, entendiendo la sexualidad como un juego de poder. Ya lo ha logrado, ya ha aprobado el examen, ya solo necesita dominar a su referente sicológicamente y eso se materializa en esa “mamada” para darse un homenaje. El no es homosexual, lo hemos visto manteniendo relaciones paso a paso con la secretaria del director, tampoco ha consentido en ningún momento con la relación del compañero al que sabe enamorado de él. Se ha convertido en la prolongación de Irwin, respeta a Héctor y su chantaje amenazando al Director con airear su acoso sexual a la secretaria, hubiera mantenido al viejo profesor en la escuela. Pero su éxito social está denostado, en la relación que se nos hace al final, lo que logra en su vida es ser un vividor, un “relaciones públicas” con frecuentes viajes a medio oriente.
Por otra parte, la homosexualidad de Irwin tiene la función de espejo. Reproduce el mismo “fallo” humano que Héctor, así proyecta al propio Héctor hacia el futuro, pero rubricando, anunciando, un cambio en el modelo docente –que no humano, de ahí la importancia del personaje espejo-. El modelo de Héctor desaparecerá con él, y el nuevo modelo simbolizado por Irwin, el que antepone los resultados a la persona, el que sólo se preocupa del éxito estadístico, es el que nos aguarda. La conversación que mantienen Héctor, Irwin y la profesora de historia en el segundo acto va por ahí. Le advierten que no se dedique a la docencia. Irwin argumenta que es un empleo temporal. Ellos ironizan con su propia historia. Los dos llegaron a la escuela con la misma idea y llevan allí treinta años. Están proyectando el posible futuro.
Para terminar, hablaré del principal fallo de la obra para mí como profesor viejo: “no aprecio vocación en Héctor, ni en la profesora de Historia, ni en el propio Irwin”. Es cierto que algunas frases de Héctor apuntan a esta vocación que trata de educar a sus alumnos para la vida, más allá de los conocimientos; en este sentido es magnífica la réplica que hace a Irwin cuando todo lo centra en el éxito del examen y él le responde: “Y después del examen ¿qué? Hay vida después del examen”. Pero todo ese planteamiento lúcido e idealizado se echa por tierra en el segundo acto. Allí se nos presenta a un Héctor que se ha dedicado a la educación como si hubiera caído en una trampa (“Yo llegué aquí para tres meses…”), aconseja a Irwin que no caiga en esa misma trampa (“Dedicate a otra cosa”) y se lamenta de cómo la ilusión va dejando paso a la rutina y la rutina a la indiferencia. Lo grave es que la profesora de Historia, especie de conciencia de Héctor, mantiene la misma actitud. Es cierto que estas declaraciones las realiza es su momento bajo, en su hundimiento psicológico, cuando no se le ha dejado otra opción que aceptar la jubilación anticipada, pero no es la actitud de un maestro auténtico o un modelo. Si alguien me pregunta si no es humano el planteamiento, le diré que sí. Si alguien afirma que es el más frecuente, le diré que sí. Pero si alguien me dice que es irremediable, le diré que no. Porque la renovación de las ilusiones diarias en los grandes proyectos que acometemos en la vida, depende exclusivamente de nosotros. Cuando te casas, no has llegado a la Estación de la Felicidad, estableces un compromiso con la otra persona, el compromiso de poner toda la energía que sea necesaria en volverte a enamorar de ella cada día, a abrir tus ojos y mirarla cada amanecer como si fuera lo más maravilloso de la creación, en estar junto a ella siempre, por ella y a pesar de ella. Son unos votos de esfuerzo activo y diario. Lo mismo sucede con la docencia. Tienes un pacto con los alumnos, aunque ellos lo ignoren, un pacto que te lleva a mostrarles esas realidades que les van a ayudar en la vida (“El problema es que usted nos habla de sentimientos que nunca hemos experimentado, por eso nos resulta tan difícil conectar”. Y Héctor responde: “Pero los viviréis. Y cuando lleguen, estaréis preparados”), mostrarles el camino del sentido crítico y del esfuerzo, de la ilusión y de la confianza en sí mismos, del sentido de la vida. Y todo ello a través de un programa, de unos contenidos y del contacto personal en el día a día. Es un compromiso que nos lleva a comprender que nadie puede enseñar lo que no posee, con la dureza que ello conlleva de mantenerse alegre, confiado, tranquilo, seguro y metódico. Encarnar, en fin, esas virtudes que tratas de transmitir. Y si a la postre, todo se fuera rodando cuesta abajo, yo sé que esa dedicación, esas promociones que han pasado por mis manos y que me saludan por la calle, serán una de las partes fundamentales que darán sentido a mi vida. Sé que me marcharé, del instituto y de la vida, que, como el poeta, me iré ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar, pero también sé que seguiré viviendo en cada uno de vosotros, de quienes habéis compartido mi vida y mis clases, mis ideas y mis dudas, mis ilusiones y mis fracasos. Por eso, porque llevo treinta años en esta profesión y aún no he perdido la sonrisa de la cara, ni la ilusión de enseñarle a uno de mis alumnos sus propias posibilidades, de otorgarles el don de la libertad para que sean ellos mismos, no puedo aceptar el planteamiento reduccionista de la obra.
¿Conocéis a un grupo de alumnos brillantes, receptivos, deseosos todos ellos por luchar por el mejor expediente para entrar en las mejores universidades? ¿Los conocéis? Yo no, ni lo he conocido en los treinta años que llevo dando clase.
Si no existe ese grupo de alumnos –si existe será en colegios de élite y, desde luego afirmo categóricamente, son una mínima minoría minimalista- ¿qué sentido tiene que el autor lo haya creado para la obra? Simplemente convierte al alumno en sujeto pasivo del aprendizaje. Se vuelve a un tópico falso, la educación es fruto de cómo se imparta. El alumno asume así un papel pasivo totalmente ajeno a la realidad de las aulas. Mirad a vuestro alrededor. La educación se ha convertido en un derecho, ha dejado de ser un privilegio. Pero el derecho adquirido es el derecho despreciado. Cuando era un privilegio, era algo por lo que había que luchar y el lograrlo suponía el haber alcanzado un “status” y un reconocimiento social que animaba al sacrificio. Al transformarse en derecho el deterioro de ese ímpetu de lucha, de conquista, puede provocar un desastre, como de hecho está ocurriendo en las aulas. Hay que gritar que el alumno, la persona, es la primera pieza de este rompecabezas. No tiene un papel pasivo en el proceso de la educación, sino activo. Existe la libertad y cada quien decide si quiere o no estudiar, si prefiere el esfuerzo con la promesa de una posible recompensa futura, o si prefiere hartarse de cacharros, de play, de messenger o de telebasura. Y cada elección traerá sus consecuencias. Es cierto que cada uno somos fruto de un cúmulo de circunstancias que nos hacen desiguales –a Dios gracias ¿os imagináis un mundo de clones?- dependemos del continente en el que nacemos, de la región donde nacemos, de la ciudad, de la familia, del nivel económico y cultural de nuestros padres y de nuestra propia carga genética… son demasiados elementos variables para creer que el profesor es Dios y que de su docencia depende el futuro de toda una generación. Sin embargo, sí es verdad que hay un paso que puede producirse, cuando el alumno toma el modelo de referencia externa y utiliza al profesor como referente. Eso nos lleva a un planteamiento muy freudiano que está esbozado en la obra y del que podríamos seguir hablando y reflexionando. Pero ya está bien. Os había prometido compartir con vosotros estas reflexiones pero me parece que no prometí cansaros.
Hasta pronto.
José Carlos Aranda Aguilar