Hace algún tiempo trataba de reflexionar con un compañero de centro sobre la inutilidad de los famosos manuales de lenguaje no sexista o coeducacional emitidos por la Junta de Andalucía y que nos habían llegado para su «uso obligado» en todos los documentos del Instituto. Trataba de hacerle entender que «género» y «sexo» no es lo mismo, que las palabras tienen «marca de género» que no de «sexo» y que el uso términos genéricos que englobasen a los dos sexos (varones y hembras) era práctico porque evitaba repeticiones innecesarias. Me sorprendió cuando este compañero me cortó con un «…deja eso para los que entienden». No volví a hablar del tema y durante años me he remitido a la norma gramatical establecida haciendo caso omiso a estas nuevas reglas impuestas desde organismos políticos que trataban de introducir sistemáticamente alternancia de género en todos los sustantivos susceptibles de variación o no (quizás el caso «miembras» sea el más sonado»).
Ahora me encuentro con el informe de Ignacio Bosque en el que se pone de manifiesto que estas «guías» no solo no son correctas sino que si aplicásemos sistemáticamente su norma haríamos inviable la lengua. Antes de pronunciarse sobre el tema, nuestro académico ha estudiado, reseñado y analizado 17 guías de diversas instituciones. Esto es o debería ser lo normal, es decir, informarse y documentarse antes de expresar una opinión. De la misma forma que yo mismo me he preocupado de buscar y leer el informe emitido por Ignacio Bosque antes de escribir esta reseña, porque considero y sé por experiencia que no basta con los artículos publicados en prensa porque la mayoría de las veces, lamentablemente, no reflejan ni transmiten el contenido objetivo. Al final, como en el juego del telegrama, nada hay que se parezca entre la información objetiva de la fuente y lo que supuestamente se dice que dice que ha dicho.
El autor del infome parte del reconocimiento de que existe una discriminación en nuestra sociedad hacia la mujer, reconoce también que hay comportamientos verbales machistas y, por último, reconoce que existen recomendaciones por parte de instituciones internacionales, nacionales y regionales sobre la conveniencia de un uso del lenguaje no sexista. En este sentido, incluso, cita las fuentes haciendo un seguimiento de las leyes y recomendaciones realizadas sobre el tema. Lo que niega el autor del artículo, lo que atenta contra el sentido común y la gramática es pretender que esto solo se puede conseguir haciendo «explícita sistemáticamente la relación entre género y sexo», es decir, teniendo que citar siempre la alternancia («los/las profesores y profesoras implicados e implicadas que sean monitores o monitoras de la actividad…»).
Critica también que quienes elaboran estas recomendaciones condenen como «sexistas» las manifestaciones verbales que no sigan esta directriz. Es decir, que si yo no digo «alumnos y alumnas suspensos y suspensas en el examen podrán presentarse voluntarios y voluntarias a una prueba de recuperación» y me limito a decir «Los alumnos suspensos en el examen podrán presentarse voluntarios» usando la norma gramatical del masculino que engloba a ambos sexos, entonces es que «soy un machista». Y me siento identificado porque en más de una ocasión he sido merecedor de «calificativos» variopintos, todos descalificativos, por expresar criterios meramente lingüísticos en estas cuestiones por parte de abanderados de la nueva «doctrina».
El problema, para Ignacio Bosque, es que se confunden los comportamientos verbales sexistas -que haberlos, haylos- con el uso de voces y estructuras normalizadas en la lengua. Ejemplos de comportamientos verbales sexistas nos da el autor: cuando un periodista redactó la noticia «En el turismo accidentado viajaban dos noruegos con sus mujeres» enfocaba la información situando a la mujer en distinto nivel y mencionándola por su relación con el hombre, cuando lo lógico sería hablar de «dos matrimonios noruegos». Cita también la letra de la famosa canción del grupo Jarcha según la cual la gente «solo busca su pan, su hembra, su fiesta en paz» donde se aprecia una perspectiva netamente machista por cuanto en el genérico «gente» se excluye a la mujer.
Salvando los usos sexistas del lenguaje que manifiestan una perspectiva sexista de quien la usa, el autor constata que «el uso del masculino para designar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical español y no hay razones para censurarlo«. Mi experiencia de treinta años de docencia me dice que tiene razón. Nunca he dicho «Los alumnos y alumnas pueden salir de clase», nunca he detectado herir la sensibilidad de ninguna alumna por decir que «estos son los alumnos que han aprobado». Coincido también en su apreciación de que fuera de documentos oficiales o conferencias y mítines el lenguaje coeducacional no sexista no tiene vida, no se usa, está muerto. Ignacio Bosque afirma que ni los propios redactores de manuales de lenguaje no sexista son capaces de elaborar un solo documento siguiendo sus mismas directrices, textualmente cita el BOJA de la Junta de Andalucía y algunos documentos revisados de UGT y CCOO; y también en esto coincido porque yo mismo he realizado la experiencia de someter a prueba documentos sin que uno solo haya salido airoso de las normas recomendadas o exigidas. Concluye que debieron optar por sacrificar la visibilidad de la mujer a la naturalidad y eficacia del lenguaje. Analiza los errores que pueden venir inducidos por las recomendaciones como la supresión de los determinantes (no es lo mismo decir «Conozco a los especialistas en cáncer» que «Conozco a especialistas en cáncer»), el uso de términos genéricos no marcados («Los alumnos -estos, los que están conmigo- pueden salir» frente a «El alumnado -todos- pueden salir»), etc. Pero podríamos ir más alla, se podría llevar más al extremo ordenando la concordancia en femenino, que no en masculino, cuando dos o más términos aparecen coordinados («La droga, las armas y el dinero incautados suponen… «, o la concordancia de los atributos con su sujeto («Mi mujer y yo estamos contentos«), o marcando alternancias en términos genéricos tradicionales recogidos incluso en normativa legal vigente. Concluye que, por mucho que quisieramos, en algún punto tendríamos que poner un límite para poder expresarnos sin miedo a incurrir en errores por incorrecciones a la nueva normativa. En esto también coincido.
Me gustaría añadir que debe quedar claro que «género» no es igual a «sexo». En lengua, el género es una marca gramatical que no significa sexo, significa masculino o femenino. Una «mesa» es femenino, por ejemplo, y un «bolígrafo» es másculino, por ejemplo. Ninguna de las dos palabras es sexuada, a pesar de lo cual la lengua les asigna un género determinado.
Por otro lado, debemos ser conscientes de que el nombre o sustantivo tiene género en nuestro idioma, pero no alternancia de género, salvo excepciones. Un «cuaderno» es masculino, pero no tiene femenino, como una «bombilla» es femenino, pero no tiene masculino. En cambio, el adjetivo y el determinante, con sus excepciones, sí tienen alternancia de género. Así, decimos «el/la», «guapo/a», «este/a», «alto/a». La razón es que determinante y adjetivo son elementos secundarios del nombre y cambian su género para concertar con el género del nombre al que se refieren. El género es una marca gramatical cuya función en la lengua es la misma que tienen las camisetas de los futbolistas en un partido de fútbol, es decir, nos ayuda a distinguir qué palabras juegan en el mismo equipo y han de ser entendidas como un conjunto. Por eso no se debe confundir «sexo» y «género». Es cierto que algunos sustantivos presentan alternancia de género y gracias a ella podemos establecer diferencias semánticas. Estas diferencias son variadas, por ejemplo: podemos señalar diferencias de tamaño («farol/a», «barco/a», «banco/a»), o distinguir árbol y fruto («olivo/a», «manzano/a», «naranjo/a»), o distinguir utensilio o instrumento de oficio («costurero/a»), u otras diferencias de significado como ocurre con «el/la orden» o «el/la margen». Entre estas diferencias hay que incardinar las que corresponden en algunas ocasiones al «sexo» en ejemplos como «niño/a».
También es falso afirmar que en nuestra lengua la desinencia «-a» indica género/sexo femenino. En este sentido debe anotarse una multitud de nombres que designan profesiones acabados en este sonido sin que signfiquen necesariamente mujer, por ejemplo «futbolista», «atleta», «poeta», «rapsoda», «economista», «astronauta», «terapeuta», «cineasta», etc. o fuera del ámbito profesional, como «colega». En todos estos casos, el género/sexo viene expresado exclusivamente por la alternancia del determinante («un/una terapeuta» o «un/una colega») sin que se requiera el cambio de la desinencia para «visibilizar» el sexo del referente. Asimismo, es de señalar que cuando la diferencia sexual del referente es muy relevante, la lengua opta por la diferenciación léxica para asegurar la correcta interpretación del mensaje. Así, el femenino de «hombre» es «mujer», el de «toro», «vaca»; el de «caballo», «yegua». También existen nombres con referente femenino terminados en «-o» como sucede con «modelo». No creo que ninguna de las que se dedican a este oficio se sienta discriminada como mujer por ser nombrada a través de un sustantivo terminado en «-o». A esto deberíamos añadir la cantidad de palabras que, siendo femeninas, no tienen terminación en «-a» («luz», «amistad», «lumbre», «pasión», «religión», «mano», etc.), por lo que no debe confundirse desinencia con marca necesaria de significado relativo al sexo.
El lenguaje no sexista recomienda usos que implican alteraciones gramaticales que, en ocasiones, atentan contra el normal funcionamiento de la lengua. Por ejemplo, el participio de presente de las formas verbales no tiene altenancia de género. Decimos «amante» para significar «a quien ama» sea él o ella; «paciente» para designar «a quien padece» sea él o ella, «persistente» para «quien persiste» sea él o ella. Cuando decimos «presidente» significamos «a quien preside» sea él o ella. Sin embargo, aceptamos como parte del proceso de adaptación lingüistica la palabra «presidenta» y no nos planteamos la posibilidad siquiera de extrapolar la norma a los demás términos («Ella es la pacienta», «Ella es persistenta», «Ella es mi amanta»). Será el uso y la aceptación social de un término como «presidenta» el que opere el cambio en la lengua, como sucede con el uso cada vez más extendido de «médica» o «jueza».
Y no parece que esta aceptación social del término tenga que ver mucho con la reglamentación o recomendaciones establecidas desde las «guías» para el lenguaje no sexista. Algunas profesiones tradicionalmente femeninas que se designaban con terminación en «-a», están introduciendo la desinencia en «-o» cuando la ejerce un varón («enfermera/o»); otras, en cambio, se resisten al cambio, y podemos observar a varones llevando un letrero en el que puede leerse «matrona». Aún no sabemos si el término «matrón» acabará imponiéndose. Esto significa que es la sociedad en su conjunto, como colectivo, sin academia o guías del lenguaje que lo ordenen, quien acabará asentando unos usos u otros. Serán estos usos refrendados en la lengua colectiva normalizada los que deberá recoger la Real Academia Española.
Agradezco enormemente este artículo a la Real Academia de la Lengua. En primer lugar porque soy profesor de Lengua y, como dice Ignacio Bosque, hábía llegado un momento en el que uno no sabía para quien trabajaba. En segundo lugar, porque siendo como es la máxima autoridad del Estado en materia de idioma, su voz debe ser oída y no lo había sido en estos menesteres. En tercer lugar, por clarificar un asunto de competencias. Es cierto que la lengua es algo vivo que tiene un carácter social, como también tiene un carácter social la alimentación y nadie discutiría las recomendaciones dietéticas de un cardiólogo. Seremos libres de seguir comiendo lo que queramos o de decir lo que queramos, esa es la libertad individual del habla; pero es bueno saber qué es lo correcto y qué no lo es y nadie mejor que el especialista que corresponda en la materia que se trate.
Por último, debemos ser muy humildes en la conciencia de que somos, los españoles, una pequeña parte de la comunidad hispanohablante, apenas un 10 %. Cuando la Real Academia Española de la Lengua habla debe hacerlo siguiendo una de las premisas del lema de la institución, me refiero ahora a ese «fija» que figura en su «limpia, fija y da esplendor». Ya sé que parece un anuncio de detergente, pero define estrictamente su cometido. Debe luchar contra el deterioro del idioma limpiándolo de extrajerismos innecesarios y debe procurar el fijar las normas del uso correcto del idioma, lo que debe hacerse en colaboración y connivencia con todas las demás academias de la lengua española correspondientes a cada uno de los estados en que el español es el idioma oficial, y así se está haciendo en la últimas publicaciones de ortografía o gramática. El español es un patrimonio cultural de tal importancia que merece todo nuestro apoyo y respeto y todos los cambios debemos procurar que sean consensuados con todos los vecinos del bloque porque, sencillamente, a todos nos afectan.
Por todo ello, permítanme que finalice este comentario con la misma frase con que lo comenzaba: «Por favor, dejen esto para quienes entienden» y si alguien entiende de lengua es la Real Academia Española.
José Carlos Aranda