“Esta, la asignatura de Lengua Española y Literatura es la asignatura más importante de vuestras vidas, y lo es con independencia de la profesión a la que os dediquéis en el futuro”. Con esta afirmación, año tras año, inauguro el curso con mis alumnos. “¿Sabéis por qué?” Siempre interviene el más despierto para afirmar: “Porque la da usted”. Eso también, pero no es la única causa, ni siquiera la más importante. Sucede que no siempre somos conscientes de que la lengua, ese conjunto de palabras y reglas que aprendemos a utilizar en la infancia, constituye literalmente el sistema operativo que instalamos en el cerebro de un niño, el que nos va a acompañar a lo largo de toda nuestra vida.
Gracias a la lengua integrada aprendemos a comunicarnos con los demás, a interactuar con nuestro entorno y, lo que es más importante, nos comunicamos e interactuamos con nosotros mismos. El pensamiento operativo lo formulamos con frases, componiendo oraciones gramaticales, lo articulamos en estructuras más o menos complejas, pero de tal manera que, hasta que logramos formularlo con palabras, la emoción y el pensamiento no existen sino como mera intuición no operativa. O, si lo prefieren, una intuición no definida sobre la que no podemos actuar porque la formulación lingüística en nuestro cerebro equivale a la descomposición operativa de los términos, a la comprensión de lo que sucede fuera o dentro de nosotros.
Es tan importante que, a través del aprendizaje neurolingüístico, el niño aprende a relacionarse con el entorno y esto lo va a dotar de un esquema mental para la supervivencia que va a operar en una doble dirección: en primer lugar, en la forma de interpretar la realidad y, en segundo lugar, en su forma de reaccionar anímica y conductualmente ante esa realidad que se le presenta. Lo primero ya lo sabíamos los lingüistas, lo segundo, es fruto de las aportaciones de la neurociencia en sus experimentos cada vez más esclarecedores sobre el comportamiento del cerebro humano.
Pero vayamos por partes, ¿cómo puede la lengua interpretar la realidad? Si yo les digo que para lo que nosotros, en español, denominamos como “blanco” un adjetivo que significa un determinado color que todos podríamos identificar sin dificultad, los esquimales poseen hasta doce palabras diferentes que les permiten diferenciar tonalidades y texturas como si fueran doce colores tan distintos entre sí como para nosotros el gris y el blanco, el gris marengo o el gris perla, ¿qué pensarían? Y si les dijera que un niño shuar en el amazonas es capaz con siete años de diferenciar y nombrar hasta veinticinco animales diferentes para los que nosotros solo disponemos de una, englobados todos ellos bajo la denominación de “serpiente” ¿Qué significa esto? Diríamos con sentido común que es normal. Y lo es porque los esquimales viven en un entorno de nieve en el que aprender a distinguir y nombrar esos doce colores que nosotros englobamos bajo la denominación “blanco”, les va a permitir distinguir el hielo duro del blando, la grieta bajo la nieve del agua helada o sumergida. Para un niño shuar, el saber nombrar todos esos animales es imprescindible también para su supervivencia, porque esas serpientes forman parte de su realidad inmediata, y ese conocimiento le permite distinguir las que son peligrosas de las que no, las que son venenosas de las que no. Este conocimiento interiorizado a través de los símbolos, de las palabras, le va a permitir reaccionar ante la realidad, es decir, continuar paseando tan tranquilo, permanecer inmóvil o salir corriendo.
Nosotros no disponemos de esas mismas palabras en nuestra lengua materna porque sus referentes, distintas tonalidades de color blanco, distintos tipos de serpientes, no forman parte de nuestra realidad pertinente, el niño no precisa identificar esas realidades porque no va a necesitar reaccionar ante ellas. La consecuencia es sencilla, en el sistema operativo que integramos en la mente del niño, esas unidades no son necesarias, por lo tanto, no existen.
Esto quiere decir que integrar un símbolo lingüístico en nuestro cerebro, de forma correcta, no solo consiste en aprender una palabra sino, a través de ella, interactuar con la realidad. Por eso yo no cojo setas. Porque no las conozco por su nombre. Si supiera nombrarlas correctamente, habría integrado junto al símbolo los caracteres que le son propios a cada especie, es decir, sabría distinguir las que son venenosas de las que no lo son. ¿Se atreverían ustedes acercarse a un animal que les resultara desconocido? Y ese conocimiento, ese aprendizaje correcto del símbolo requiere el contacto directo con el grupo humano en comunicación y el contacto directo con la realidad. Y, lo más extraordinario es que la mente del niño viene diseñada con una plasticidad que le va a permitir el desarrollo acelerado de este aprendizaje.
La lengua se convierte así en el puente y en la clave de interacción con el medio que nos rodea. Como intuía Humbolt en el siglo XIX: “La lengua es como la externa manifestación de la mente de los pueblos. Su lenguaje es su alma y su alma es su lenguaje” . Pero, y esto es quizás lo más importante, también es el puente y clave de interpretación e interacción con nosotros mismos.
Se suele aceptar como axioma que una imagen vale más que mil palabras. Y esto es cierto, pero solo hasta cierto punto y, la verdad, resulta una verdad a medias sumamente peligrosa. Es una verdad a medias porque lo es cuando pensamos en referentes concretos, es decir, en palabras cuyo significado queda asociado a realidades que podemos ver, oír, oler, sentir, o gustar, dicho de otro modo, referentes que podemos percibir por los sentidos. Resulta fácil asociar palabras como “perro”, “mesa”, “rosa”, “agua”, “barro”… a fotografías, a fenómenos concretos. Si mostramos a un niño la imagen de un “ñu” será capaz de reconocerlo en cualquier animal que presente características similares.
Pero si pensamos ahora en aquellas palabras que significan conceptos abstractos, realidades que no podemos percibir por los sentidos, entonces el famoso axioma se invierte. En estos casos, mil imágenes no valen lo que una sola palabra. ¿O sabrían ustedes mostrarme una imagen que me permitiera asimilar, comprender, el concepto “amor”? Si me muestran una fotografía de dos jóvenes mirándose arrobados a los ojos con un suave atardecer de fondo, yo les preguntaría “Y, ¿solo esto es el amor?”. Podríamos entonces añadir otra en la que pudiéramos ver a una madre abrazando cariñosamente a su hijo recién nacido. Les volvería a preguntar “Y, ¿solo esto es amor? Y ya por pesado podrían añadir la imagen de un abuelo paseando por el parque con su nieto de la mano, o la de dos ancianos sentados plácidamente en un banco contemplando una fuente apoyadas las cabezas la una en la otra, o una de la madre Teresa de Calcuta rodeada de niños… Y así podríamos seguir indefinidamente. Y todas y cada una de ellas resultarían una manifestación precisa de amor, un concepto que solo podremos alcanzar por la integración del conjunto de las manifestaciones mediante una reducción simbólica en nuestro cerebro.
Al símbolo abstracto, significados de palabras como “pensamiento”, “alma”, “operación”, “envidia”… llegamos por la integración de multitud de imágenes procesadas en relación a un factor común que es el elemento integrador. Contemplamos los resultados, los efectos que producen. A partir de estas manifestaciones elaboramos la abstracción operativa en nuestro cerebro. Esa abstracción sería la emoción base que genera semejantes manifestaciones o conductas. Y lo más importante es que las palabras, transformadas en símbolos operativos, son imprescindibles para comprender e interpretar el mundo de nuestras emociones que se integran desde el proceso de abstracción fenomenológico. Sin ellas, o con ellas mal aprendidas, la gestión de estas emociones se hace compleja y confusa.
En la novela El juego de Ender, escrita por Orson Scott Card en 1985, el autor nos deja una escena maravillosa: en un momento determinado de la trama el protagonista se siente mal ante la presión constante a que está siendo sometido. A solas en su habitación el protagonista nos cuenta “…y entonces le puse nombre a la emoción. Sentía miedo. Cuando supe nombrarla, entonces pude controlarla”. Saint Exupery, en su Principito nos lo refleja de forma más poética: Las cosas importantes solo son visibles a los ojos del corazón. Y esto, que desde la perspectiva racionalista propia de la Ilustración se desechaba como falacia, resulta que ahora, a la luz de la neurociencia, es la clave del sistema operativo de nuestro cerebro.
Y es que, en efecto, el corazón, la emoción, la llamada inteligencia emocional, constituye la llave de nuestro aprendizaje y de nuestra conducta. Y a la luz de los descubrimientos de la ciencia, de las exploraciones con tomografías cerebrales, hoy podemos comprender mejor cómo se elabora el proceso conductual en el ser humano. Y esto nos obliga a revisar las teorías lingüísticas clásicas sobre la lengua, su integración y su operatividad como vehículo del pensamiento y su relación con la conducta.
El famoso lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure definía el signo lingüístico como algo psicológico compuesto de un significante y un significado. El significante era la sucesión de sonidos que forman la palabra. Una vez que estos sonidos impactan en el tímpano, se transforman en impulsos eléctricos que viajan a través de nuestros circuitos neuronales hasta una parte concreta del cerebro donde se almacena la imagen mental asociada a esa secuencia concreta de impulsos. Todo ocurría en nuestra mente. Magnífica percepción del maestro que separaba el objeto real que es nombrado –referente- de lo que es el signo lingüístico que solo existe en nuestra mente desde que este es integrado a través del aprendizaje.
Cuando estudiaba las teorías del estructuralismo, imaginaba la secuencia de sonidos como la combinación exacta y precisa de una caja fuerte. Basta alterar una unidad en la secuencia para que no sea operativa. Así, en la secuencia “mesa” altero el sonido “m” por “f” resulta una secuencia inoperante, es decir, no asociada a ningún significado. De la misma forma, si al tratar de abrir una caja fuerte, alteramos un número de la secuencia, el resultado es que no se abre. Dentro de la caja fuerte, abierta, nos esperaba el símbolo que andábamos buscando para la comprensión.
Hoy, gracias a lo que conocemos sobre el funcionamiento del cerebro, sabemos algo que Ferdinand de Saussure, cuando impartía sus clases hacia 1913, no podía imaginar: la íntima vinculación entre las emociones y los símbolos lingüísticos. Desde la antigüedad clásica, desde los filósofos griegos, hemos pensado que la razón y el sentimiento habitaban esferas distintas del ser humano, algo así como universos separados. También hemos pensado que la razón, lo propio del ser humano, debía dominar las emociones con frecuencia olvidadas, comprimidas, soterradas como algo vergonzante, primario, si no animal. Sin embargo, hoy sabemos que ambas son indisociables que constituyen un camino de doble dirección. Desde principios del siglo XX, psicólogos como William James, Philip Bard, Stephen Rauson o Walter Hess fueron demostrando mediante diferentes experimentos la ubicación de las emociones en una zona muy concreta del cerebro, el encéfalo. Se usó desde la extirpación de partes del cerebro en ratas, hasta la estimulación mediante electrodos de esas mismas zonas para estudiar las reacciones en cada caso. En 1937 James Papez vinculó las emociones a una zona más amplia denominada límbica y poco a poco se fue afinando la ubicación y el funcionamiento. A finales de los 50, Paul Mclean elaboró su teoría de los tres cerebros dentro de esta zona límbica:
1: CEREBRO REPTILÍNEO O VISCERAL: encargado de controlar funciones básicas de alimentación y reproducción, supervivencia instintiva.
2: CEREBRO PALEOMAMÍFERO: capaz de generar emociones asociadas.
3: CEREBRO NEOMAMÍFERO: capaz de racionalizar y proyectar.
Aves, reptiles, anfibios y peces, por ejemplo, solo dispondrían del primer cerebro, el más primitivo. Solo el ser humano y algunos primates poseerían el tercer cerebro.
Hoy podemos no especular, sino ver a través de tomografías cerebrales cómo se produce esta interconexión entre la zona límbica y la precorteza frontal del cerebro, cómo interactúan recíprocamente. A través de un mecanismo sináptico relacionado con un neurotransmisor llamado glutamato y sus receptores NMDA, el estímulo concreto queda asociado a una emoción que persistirá en la impronta cerebral . Pero, ¿qué sentido tiene esta conexión?
Las reacciones de un niño recién nacido vienen determinadas por el cerebro reptilíneo, son primarias e imprescindibles para la supervivencia: alimentación y protección. Su único puente de comunicación es el llanto, solo a partir del quinto mes aparecerá la risa consciente. Sus emociones son también primarias, aquellas relacionadas con la satisfacción o insatisfacción de las necesidades básicas: miedo, ira, tristeza, alegría, sorpresa… Su cerebro funciona de forma binaria y automática, no puede racionalizar porque aún no ha sido programado. El aprendizaje conductual y la implantación del sistema lingüístico en su cerebro se inicia a partir del cuarto mes y tendrá su etapa de desarrollo decisiva entre los meses seis y ocho. La implantación del sistema lingüístico se realiza por otro impulso instintivo marcado por la necesidad de supervivencia en la especie: la socialización. Coincide esta etapa con el inicio de la llamada “fase de apego” en la que el niño selecciona a un adulto referente, normalmente la madre, del que va a absorber toda la información que requiere en esa primera fase de crecimiento cerebral. Esta conquista de la autonomía acelerada conlleva no solo el desarrollo físico que le permitirá ponerse en pie y caminar, sino el desarrollo del cerebro que le permita interactuar con su entorno, y eso implica el aprendizaje del sistema de comunicación. A partir de este momento, las emociones empiezan a ser secundarias, aquellas relativas a situaciones de relación con los demás miembros del grupo: envidia, vergüenza, culpa, calma, depresión…
Si sustraemos a un niño del contacto humano, anulamos cualquier estímulo e impedimos su desarrollo. Hasta ese punto somos seres sociales. La ausencia de contacto desemboca en la llamada depresión anaclítica que sumerge al niño en una especie apatía crónica solo recuperable con el contacto ofreciéndole una persona referente.
De esta forma, a medida que desarrollamos el sistema lingüístico operativo en nuestro cerebro, vamos desarrollando simultáneamente el mapa emocional asociado mediante la vinculación de las emociones experimentadas ante estímulos concretos, bien de forma directa, bien de forma indirecta o condicionada. Si un niño jugando recibe un calambrazo, el estímulo le producirá una emoción negativa de miedo y la emoción queda asociada al referente, el enchufe, de tal forma que le previene de acercarse. Si un niño se intenta llevar el dedo manchado de arena a la boca y se le da en la mano con cara de asco, el niño copia la emoción de la persona de referencia asociando ese hecho al asco. La primera asociación es directa, la segunda es inducida o indirecta; la primera es individual, la segunda es social y tiene que ver con la conducta de grupo en un colectivo determinado. Las hormigas o los perros no son comestibles en nuestra cultura, pero sí lo son en China donde miran con asco cómo nosotros nos comemos los caracoles.
Decía Aristóteles que la mente de un niño era una pizarra en blanco, hoy podemos decir que es un maravilloso ordenador preparado para instalar en él el sistema operativo que le permita operar con su entorno y consigo mismo . Y ese sistema operativo es la lengua a través de la que integra conceptos, operaciones y emociones asociadas. La abstracción del símbolo lingüístico es lenta y pausada. Comienza con la discriminación de sonidos entre los seis y doce meses, a continuación se produce la interiorización de vocablos simples empezando por aquellos que se logran por duplicación silábica, tales como “papá” o “mamá”, esquema que tratará de ampliar a otras palabras como “ava” por “agua” o “cheche” por “leche”. Después, a medida que logra una articulación fónica más depurada, integrará estructuras gramaticales simples caracterizadas por el estilo nominal, ausencia de verbo, mensajes marcados por la acción con frecuente uso del vocativo: “Mamá, caca”, “Nene, pis”. Son oraciones de tipo afirmativo con entonación constante y pausa intermedia. A partir de los dos años y medio se irán ampliando a estructuras interrogativas e irá introduciendo verbos en presente de indicativo. Interactúa con el entorno para expresar estados de ánimo o circunstancias directas. Los símbolos han ido interiorizándose de tal forma que a los tres años es capaz de identificar los símbolos con objetos reales de su entorno inmediato.
A los cuatro años cuando integrará dos nociones operativas básicas: la primera la
conocemos como “ausencia del objeto”, es decir, la capacidad de comprender que el objeto sigue existiendo aunque no esté en su campo visual. Esta fase comenzó en torno a los dos años, pero se afianza en el cuarto y, durante ese periodo, el niño traslada el apego de la persona física que lo cuida al mundo circundante. Su cerebro revisa la habitación una y otra vez, necesita comprobar que todo está en su sitio y eso le otorga confianza y refuerza su autoestima. La segunda noción operativa en aparecer es el concepto de temporalidad, discernir el presente aislado del pasado y el futuro. A partir de este momento, la construcción gramatical en el habla se hace más compleja y comienza a manejar con soltura las estructuras simples oracionales con sujeto y predicado. Esto requiere la maduración y el desarrollo de la precorteza cerebral y será más o menos rápido en función de las actitudes innatas, pero, sobre todo, de los estímulos que el niño reciba durante este periodo. Un niño aislado, que no escuche hablar, no aprenderá a hablar. Si crece entre lobos, aprenderá a comunicarse con ellos utilizando los mismos rugidos y ladridos –es famoso el caso de las niñas lobo en la India- . Un niño que oiga pocas conversaciones, al que se le hable poco o que solo escuche un registro idiomático pobre, comenzará su andadura con un bagaje pobre o nulo en la competencia lingüística, no solo por la pobreza de vocabulario, sino por la rigidez del pensamiento al disponer de un número limitado de variables combinatorias sintácticas.
Durante todo este tiempo, lo que motiva al niño es el instinto de supervivencia. Nacemos programados para la conquista de nuestra autonomía. El levantarnos y ponernos de pie trajo como consecuencia el estrechamiento pélvico de la hembra. El niño, para poder deslizarse en el parto, necesitó nacer inmaduro. El cráneo aún no se ha acabado de formar, la fontanela está abierta para permitir un margen de adaptación flexible que facilite ese tránsito. Al nacer, la cabeza pesa demasiado para un cuello no fortalecido y los músculos ni tienen fuerza ni tienen coordinación motriz. Necesita del adulto para sobrevivir durante los primeros meses. Cada célula está programada para afianzar cuanto antes lo necesario para integrarse en el grupo, en la familia, garante de esa seguridad necesaria en el desarrollo. Esa integración pasa por el desarrollo acelerado de su capacidad de locomoción y su capacidad de comunicación.
Pero para sobrevivir también necesita instalar en su cerebro una guía de supervivencia que le ayude a hacer a sus protectores proclives a su custodia, es decir, empatía y dependencia, búsqueda de la fidelidad en el cuidado. Y. además, que le ayude a defenderse del entorno para evitar riesgos innecesarios. En ambos casos, las emociones juegan un papel fundamental, de ahí su impronta simultánea a la asimilación de los símbolos lingüísticos. Si es cierto que la zona límbica cerebral está conectada con la precorteza, no es menos cierto que es una vía de doble dirección. Por esto me he detenido antes en esa brevísima explicación de cómo va produciéndose la implantación del lenguaje en nuestro cerebro durante la infancia. A partir de los cuatro años, una vez instaurados los símbolos, no necesitamos el estímulo externo para generar los impulsos emocionales, basta con pensar en la palabra que nos atrae el símbolo mental, para que la zona límbica suscite las emociones asociadas tan vívidas que se somatizan, es decir, que son capaces de generar reacciones físicas concretas en nuestro cuerpo: dilatación de pupilas, sudoración, aceleración cardíaca, etc.
No hay mejor demostración empírica que la etapa del miedo que todo niño atraviesa entre los cuatro y los seis años como consecuencia de esta interiorización. Cuando el niño aprende la ”ausencia del objeto” y siente emocionalmente los símbolos como algo real en su mente, necesita un tiempo de adaptación para lograr discernir la realidad ausente, de la ficción no existente. Dicho de otra forma, si la pelota sigue existiendo aunque yo no la vea porque soy capaz de imaginarla, la bruja piruja también existe porque también soy capaz de imaginarla. Es entonces cuando nos escondemos debajo de las sábanas porque nuestra mente es capaz de representar dentro del armario o debajo de la cama ese monstruo que está esperando pacientemente a que todos se duerman para llevarnos con él.
Pero para que la emoción asociada sea operativa como impronta de supervivencia, necesitamos que actúe como motor de comportamiento, es decir, nuestro cerebro debe captar la situación de peligro y disparar la emoción de pánico para que la descarga de adrenalina sea automática y el cuerpo se ponga inmediatamente en movimiento. Esto es, la zona límbica domina las reacciones inmediatas antes de que la precorteza digiera el mensaje de lo que está sucediendo. Alguien en el grupo grita y huye, sentimos pánico y huimos inmediatamente, luego nos preguntaremos qué está pasando.
Somos seres sociales y, en este sentido, nuestro cerebro elabora pautas de comportamiento basadas en las estadísticas en cada una de las etapas de crecimiento y maduración. El cómo opera esta selección casuística lo hemos aprendido a través de los experimentos realizados por Patricia Kuhl sobre el aprendizaje de sonidos en la infancia.
Utilizando un tomógrafo de resonancias magnéticas, pudo comprobar cómo los niños de seis meses mantienen intacta su capacidad de discernir y reconocer cualquier sonido de cualquier lengua. Pero a partir de los seis meses, coincidiendo con la etapa de apego, ocurre algo muy curioso. La mente del niño comienza a elaborar estadísticas y a discriminar mentalmente los sonidos de la lengua materna, de los demás que no intervienen en la elaboración de vocablos. El resultado es que transcurridos seis meses, el niño atiende a aquellos sonidos propios de su registro e ignora los demás. Esto quiere decir que nos hacemos cultural-dependientes, el cerebro aprende a discernir los fonemas pertinentes de los demás sonidos que no intervienen en el acto de comunicación y focaliza su atención para facilitar la interpretación de los mensajes. El experimento de Kuhl fue más allá. Aportó dos datos decisivos en este desarrollo: el primero es que la plasticidad cerebral es tan alta que si exponemos al niño a dos o tres lenguas, el niño asimila indistintamente todos los sonidos de las lenguas con las que está en contacto. El segundo es que, para que el cerebro asimile esta información, es imprescindible el contacto humano.
Los niños asimilaron los sonidos del chino mandarín cuando fueron sometidos a sesiones directas con personas que jugaron y compartieron su tiempo con ellos hablándoles en esta lengua. En cambio, cuando el experimento se repitió utilizando soportes electrónicos, ya fueran con apoyo de imágenes en televisiones de plasma, ya fuera sólo mediante audios grabados, el cerebro no registró esta gama de sonidos. Así pues, el cerebro actúa por una selección de elementos pertinentes operativos que va insertando en su red neuronal. El rasgo pertinente que favorece la selección de las unidades es puramente conductual, en el sentido de que resulta pertinente solo aquello que le permite relacionarse e interactuar con la figura de apego de quien depende para su supervivencia.
Los lingüistas utilizamos el término pertinente con el significado de aquello que nos permite identificar y diferenciar unidades. Por ejemplo, el rasgo labial en fonética es pertinente porque su alteración da lugar a una unidad distinta. Así, la diferencia entre “peso” y “queso” se basa en la pertinencia del punto de articulación del sonido. El que el sonido sea sonoro (vibración de las cuerdas vocales) o sordo (ausencia de vibración) es pertinente porque nos permite diferencias palabras como “peso” (“p” sonido labial/sordo) y “beso (“b” sonido labial/sonoro). Según pronunciemos el sonido labial (“p”) o velar (“k”), sonoro (“b”) o sordo (“p”) el resultado son palabras diferentes. Si el hablante yerra en la ejecución del sonido, el interlocutor no lo entiende o entiende mal su mensaje. En ese caso, le pedimos que repita lo que ha dicho . Por el sistema de acierto-error, el niño va depurando su modo de articulación hasta adquirir un modelo operativo lingüístico que le permite interactuar con el entorno.
Otro de los conceptos que manejaba Saussure en su teoría del signo lingüístico era el de las
dicotomías por contrastes. Me refiero ahora a su teoría sobre cómo elaborábamos el significado de los términos o, si lo prefieren, cómo integramos el símbolo hasta hacerlo operativo. Entre estas dicotomías, me interesa ahora destacar la diferencia que el lingüista ginebrino establecía entre diacronía y sincronía, denotación y connotación . En cuanto a la primera, la elaboración del símbolo es dinámica y no estática, evoluciona a lo largo de la historia. Si la perspectiva que nos ofrecía Ferdinand de Saussure se refería al estudio de la lengua considerando su evolución a lo largo de los siglos, también es un concepto que debemos aplicar al aprendizaje de los símbolos a lo largo de la vida. Imaginemos un ejemplo sencillo, el niño que caminando con su padre ve un “caniche”. El padre lo señala y lo nombra “perro”. El niño asocia la imagen a la palabra. Pero a los dos días, el padre le señala un “pastor alemán” y le repite “perro”. Las dos imágenes se parecen bastante poco, pero la mente debe extraer lo que de común tienen las dos realidades para generar un símbolo que va desposeyéndose de los accidentes (el tener el pelo más o menos largo, de un color u otro, el tamaño, etc.). Nos acercamos así a la teoría del hilemorfismo aristotélico, la aprehensión de la sustancia por eliminación de los accidentes.
Pero el símbolo sigue vivo a lo largo de la vida en proceso de reelaboración continua en contacto con las diferentes experiencias a que somos sometidos. Cuando transcurridos diez meses, vean a un San Bernardo, ya serán tres la imágenes que el cerebro deba integrar, un perro de lanas, cuatro, un terrier, cinco, un doberman, seis, etc. Y a su vez, asociará emociones vividas o aprendidas en relación a ese símbolo en función de su experiencia en contacto con la realidad o de la actitud aprendida y transferida por quienes les rodea. Adoptará una actitud confiada o desconfiada, temerosa o neutra. Y, como ocurría en el caso del aprendizaje del símbolo, también estas emociones irán evolucionando a medida que el sujeto incremente sus experiencias.
La sincronía se refiere al valor de un término y se obtiene por contraste con los demás términos del discurso en un momento dado. También hemos ahora de entender esta sincronía como algo dinámico en la elaboración del sistema operativo de la lengua en nuestra mente. Me refiero ahora a que el cerebro aprende a diferenciar primero el “yo” de
lo que no lo es. La realidad, entonces, se le aparece como un todo continuo a partir del cual se irán seleccionando objetos para integrarlos como símbolos diferenciados. Imaginemos una escala cromática donde el blanco estuviera a la izquierda y el negro a la derecha. Si yo les pidiera que trazaran una raya en el punto exacto donde el blanco deja de serlo para comenzar a ser negro, probablemente trazarían el límite más o menos al centro de la línea. Imaginen ahora que, una vez realizado el ejercicio, les pido que inserten en esa escala cromática el “gris”. Sí, ya lo sé, les he hecho trampa, pero de esto justamente se trataba. Acabo de introducir un nuevo elemento en su mente, el concepto “gris”. Y esto les obliga a reelaborar el mapa conceptual de la realidad que antes veían como algo dividido en dos colores. El nuevo concepto “gris” ocupará una franja en parte ocupada antes por el blanco, en parte ocupada antes por el negro y alimentará su significado de cada uno de ellos para configurar uno propio.
La segunda dicotomía que nos interesa ahora es la distinción que Saussure establecía entre denotación y connotación. Entendía el maestro la denotación como el significado puro de un término. Así, por ejemplo, si digo “niño” el significado denotativo podría ser algo como “ser humano de corta edad”. Pero la mente asocia el símbolo a otros significados que inconscientemente relacionamos con él. Si la denotación es objetiva, la connotación es subjetiva e inconsciente . Los experimentos de Kuhl ponen hoy colores a la teoría del maestro. En efecto, la primera zona en iluminarse en el cerebro al escuchar una palabra, es la sensorial auditiva, de ahí al lóbulo temporal, zona límbica emocional, de ahí se ramifica a las diferentes zonas del cerebro que aportan información nocional –precorteza- o sensoriales –auditivas, olfativas, sensitivas…-. En síntesis, si les digo “mar” la sensación de placidez y vacaciones, la imagen visual, se les representará antes en el cerebro que la noción “extensión de agua salada”, el símbolo no solo está integrado por el significado lingüístico sino que es el resultado de una integración de emociones y sensaciones reducidas a la palabra como elemento aglutinador en nuestro cerebro.
Por esto mismo, tal y como afirmaba Witgenstein, la comunicación resulta tan complicada, no estamos solo transmitiendo conceptos a través de la palabras, transmitimos un compendio emociones y sensaciones asociadas a vivencias que no coinciden jamás entre dos individuos pero que tienen una clave de interpretación social . Por eso no todos ustedes estarán de acuerdo conmigo en la imagen de “placidez y vacaciones” asociada a la palabra “mar” cuando con todo, será la más común entre nosotros, personas de tierra adentro que entramos en contacto con esta realidad en nuestros periodos vacacionales. Pero, ¿pueden imaginarse cómo escucharían esta palabra los habitantes de una aldea de pescadores onubense? El esfuerzo, trabajo, subsistencia, incertidumbre y miedo estarían ahí probablemente. Su realidad, sencillamente, es diferente.
Emociones y conceptos están jugando continuamente en nuestro cerebro, para marcar nuestras decisiones y elaborar patrones de comportamiento. ¿Cómo actuamos? ¿Qué nos impulsa a actuar? Me gustaría afirmar ahora que elegimos aquello que nos conviene partiendo del análisis y la reflexión. Parece que no es así o al menos no lo es totalmente. Benjamin Libet inició en la década de los 80 del siglo pasado una serie de experimentos que pretendían explorar cómo funciona nuestro cerebro en la toma de decisiones. Los experimentos fueron continuados y los resultados de John Haynes y sus colaboradores del Instituto Max Plant se dieron a conocer en 2009.
El experimento consistía en flexionar un dedo. Mediante electrodos aplicados a las distintas zonas del cerebro, se detectaba la actividad eléctrica conforme esta iba produciéndose. El resultado fue que desde que se activa la señal eléctrica en el neurocórtex del cerebro hasta que se produce el movimiento transcurren 50 milisegundos. Lo interesante es que antes de que tomemos la decisión, los electrodos conectados al cerebro detectan actividad eléctrica previa (lo que Libet denominó “potencial de disposición”). El experimento parecía indicar que el cerebro ya había tomado la decisión unos 200 milisegundos antes de que el individuo fuera consciente de que iba a actuar.
El experimento realizado por John-Dylan Haynes y sus colaboradores trató de corroborar estos resultados utilizando para ello un escáner de resonancia magnética nuclear. En una sucesión de letras, el sujeto debía decidir un momento para pulsar y si lo hacía con la mano derecha o izquierda. Después debía indicar qué letra visualizaba en el momento de la toma de decisión, lo que marcaba el intervalo entre la toma de decisión y el movimiento. Un ordenador iba procesando la información y elaborando patrones de actividad. El resultado no deja de ser sorprendente, hasta siete segundos antes de la toma de decisión consciente, comenzaba una actividad cerebral a partir de la cual podríamos predecir la elección del sujeto. La predicción resultaba correcta en un 60 % de los casos. Se demostraban así dos cuestiones: la primera, la confirmación de las tesis del experimento previo respecto a la anticipación del cerebro a la decisión consciente; la segunda, la posibilidad de modificación del impulso una vez cribado por el neurocórtex, la conciencia actuaría así de criba de los impulsos primarios como intuía el propio Libet. Desde luego, queda en el aire una cuestión de pura filosofía que abordaría desde estos experimentos si realmente existe la libertad de decisión o solo la ilusión de que disponemos de ella.
Pero la respuesta más sencilla nos viene del concepto de automatización de impulso o la capacidad del cerebro para generar a su vez patrones de comportamiento autómatas para responder de forma esquemática, abreviada e inconsciente ante situaciones que presenten el mismo esquema de resolución.
Estos patrones se obtienen a través del reconocimiento del estímulo que genera una respuesta automática. Se comprende rápidamente si pensamos en cualquier método de aprendizaje de mecanografía o de música. La repetición de movimientos mecánicos ante determinados estímulos, sean letras o notas musicales en un pentagrama, llega a automatizarse de tal forma que el sujeto no requiere de la reflexión para que el dedo correcto responda al estímulo sin racionalizar el movimiento. El automatismo de respuesta es básico para optimizar nuestra capacidad de respuesta inmediata, pero también para liberar la zona consciente que puede continuar operando racionalmente en otros niveles. Esto es lo que nos sucede, por ejemplo, cuando todos los días tomamos el mismo itinerario para ir a trabajar. Los giros, los semáforos, las direcciones prohibidas, los pasos de cebra… el trayecto poco a poco queda grabado en nuestra mente de tal manera que actuamos mecánicamente, como si pusiéramos el piloto automático. Esto nos permite ir en coche escuchando la radio, por ejemplo, o programando la agenda del día. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando llegamos a una ciudad nueva que no conocemos? Cada rotonda, cada intersección, cada cambio de rasante supone un problema porque no disponemos de programación previa. La concentración es, entonces, necesaria y se ralentizan los movimientos, también los errores se multiplican porque los factores de riesgo se incrementan. Es frecuente hoy oír hablar de “zona de confort” y de “crisis”, los procesos automatizados que no requieren reflexión por nuestra parte formarían la denominada zona de confort. Las decisiones a través de la reflexión operativa consciente, sería lo que denominamos crisis.
No puedo evitar ahora pensar en nuestro maestro Feliciano Delgado. Trataba de explicarnos el principio operativo de la gramática generativa tan de moda por aquel entonces. El iniciador de la corriente, el norteamericano Noam Chomsky había recibido una beca de investigación para el desarrollo de la lingüística computacional y estaba interesado en descubrir los patrones del procesamiento de la información en el cerebro desde el estímulo hasta la respuesta . Feliciano nos dibujó un cubo en la pizarra; a su izquierda un embudo, a su derecha un grifo. Aquí tenemos una máquina, nos decía, a la que echamos pájaros por el embudo y nos devuelve tizas por el grifo. No podemos abrirla porque destruiríamos el mecanismo. Pero si logramos diseñar una máquina que consiga el mismo resultado, lo que haya dentro coincidirá con nuestro diseño, o nos dará igual. Y, en efecto, el cerebro no podíamos abrirlo en 1960, pero hoy lo vemos cada vez con más nitidez. Es cierto que sin saberlo, cuando la escuela de Praga describía conceptos como los rasgos pertinentes, puntos de articulación o modos de articulación, estaba elaborando toda una tesis sobre la discriminación no solo de los sonidos, sino de toda la información tal y como era procesada por el cerebro a partir de la elaboración de estadísticas de la extraía patrones de comportamiento inconsciente mediante el afianzamiento de circuitos neuronales concretos. Hoy sabemos que este patrón de comportamiento es idéntico al que desarrollamos para el aprendizaje de conductas complejas. Nadie, cuando habla, piensa cómo debe ejecutar la pronunciación de un sonido o una frase completa, nadie cuando vive una situación, piensa cuándo debe o no reír, salvo que estemos situados ante un “problema”, crisis, para que no disponemos de respuestas ya elaboradas y que requiere de una reorganización creativa de la información y una adecuación de la respuesta.
Conceptos como archifonema, o connotación son extrapolables a los ámbitos de la psicología y la sociología. Asociaciones emocionales viciadas en la impronta inconsciente nos llevarían a toda la teoría del subconsciente de Sigmund Freud. La anticipación emocional a la respuesta racional nos embarcaría en la reflexión sobre si existe o no la libertad en el ser humano o es solo un espejismo del neurocortex cerebral, o podría llevarnos a la negación del concepto y el relativismo basado en la influencia de la emoción en la percepción de la realidad . La constatación de la impresión emocional como fuente de decisión nos llevaría a reflexiones de índole política y sociológica sobre la legalidad o la pertinencia de los anuncios publicitarios como fuente de influencia subliminal en los consumidores. Lengua, psicología, sociología, filosofía, medicina, psiquiatría, neurología… El desarrollo de cuanto he expuesto requiere de unos conocimientos que, sinceramente, me superan, pero sobre los que los lingüistas, los especialistas de la lengua y la comunicación, tenemos mucho que aportar. Fue precisamente la Ilustración la que concibió el proyecto de compendiar el conocimiento humano en una gran Enciclopedia, y en ese mismo espíritu ilustrado nacieron las Academias. Y, en efecto, esta Academia es la máxima representación de ese empeño lúcido y generoso de compartir y difundir el conocimiento. Es aquí donde puedo encontrar la afinidad y la complementariedad de saberes que debemos conjugar para comprender mejor el gran misterio del ser humano. Hubo quien afirmó que el humanismo, el amor al conocimiento, había muerto en la era de la especialización. Yo, en cambio, afirmo que nunca fue más necesario.
Por eso, quiero finalizar este “trabajo” de ingreso en esta Ilustre Institución con mi reconocimiento primero a todos ustedes, con mi agradecimiento después.
José Carlos Aranda Aguilar.
Muchísimas gracias, Elio.
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Enhorabuena por todo es una pena que muchos no nos tomásemos la asignatura de Lengua enserio cuando eramos estudiantes,
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