Siempre he dicho que la vida es una aventura, nunca sabes qué te espera al doblar la esquina, estamos rodeados de maravillas cuando nuestra mente está dispuesta a aceptar que lo maravilloso existe y forma parte de nuestra realidad cotidiana.
Cuando fui a la Feria del Libro de Sevilla no imaginaba que conocería a un novelista, de esos que nutren la narración creativa desde la experiencia viva y apegada a los sentidos. ¿Dónde podemos comer? Preguntamos mi mujer y yo después de firmar y tomar unas cervezas con Pepe Arévalo y David González en la Plaza Nueva… «Pues mira, aquí detrás hay un restaurante que rige un autor de la editorial, Enrique Becerra. Ha publicado con nosotros el libro de la tapa y el tapeo… Seguro que os gusta, se come fenomenal». Y allá que fuimos. Casa decimonónica haciendo esquina, remozada, con el sabor clásico de los inmuebles que se reinventan desde el pasado tratando de no perder esa esencia tan suya, tan nuestra. Nos acomodaron en la planta superior, me di a conocer, nos trataron de lujo y a las copas tuvimos tiempo de hablar de escritor a escritor. Resultó que no solo había escrito sobre la gastronomía y la tapa, es un enamorado de la narrativa, de la novela… Hablamos de todo y de nada, de Pérez Reverte, de su rincón, de ese azulejo conmemorativo al Capitán Alatriste… Y mandó a su hijo a por un ejemplar de El pintor de mujeres sin rostro -no pude sustraerme a recordar ese otro título de El pintor de batallas-, me lo dedicó con afecto, con la severa advertencia de
esperar mis comentarios sinceros.
Enrique, es una gran novela. Una trama mágica que se mueve en una transición de modos y pensamientos, de formas, donde hay un sempiterno cuadro de fondo, Sevilla, tu Sevilla con nombre y apellidos, con itinerarios a lo Clarín, esos donde no solo están los nombres de las calles sino los recuerdos impregnados de quienes fueron, vivieron y murieron entre sus paredes perpetuando formas y usos. Me gusta ese hombre desposeído de identidad incapaz de pintar rostros siendo pintor, incapaz de terminar nada de lo que empieza, dejándose llevar por lo único que le ata a los únicos recuerdos de felicidad en la infancia truncada. Me gustan esas costumbres atávicas de recalar en la bodega frente a un «medio» de vino para empapar las dudas, los recuerdos, los temores y la soledad. Siempre en el mismo sitio, en la misma mesa -¿por qué será que nos volvemos tan maniáticos con los años, Enrique?-, a la misma hora, hasta que la rutina nos envuelve en un falso sentido de la posesión del tiempo y el espacio.
Me gusta la irrupción de la magia casi sobrenatural o de lo sobrenatural mágico a medias entre el olimpo y el cielo, los ojos de las mujeres siempre lo fueron, Enrique. Esos personajes dotados de personalidad, con el click del Dupont, o el latiguillo de disgusto por tener que trabajar más de la cuenta… Y, al final, la vida es un círculo en el que cada cual siempre acaba mirándose al espejo y hallando su propio destino.
No puedo decir más sin romper argumentos y esquemas. Os recomiendo que la leáis, que paseéis Sevilla y la rememoréis desde sus páginas, que os dejéis atrapar por su intriga para saborear lo que puede haber de maravilloso detrás de lo cotidiano.
Un fuerte abrazo, Enrique. Gracias por tu regalo y hasta siempre. La próxima vez que vaya por Sevilla, nos tomaremos un par de copas de fino, en esa mesa que tienes entrando a la derecha haciendo esquina, con unas buenas aceitunas, para retomar la charla donde la dejamos. Espero que no sea un día de «bulla», Enrique, que tienes mucho de que hablar con este «Centinela del Lenguaje».
José Carlos Aranda