Un resumen nunca podrá sustituir la lectura de una obra. Puede ser una aproximación, pero nunca nos trasladará el estilo ni la profundidad, tampoco los matices narrativos. Pero conviene tenerlo para refrescar detalles, argumentos, personajes. Espero que os sirva para ello y os anime a la aventura de la lectura de la original.
CAPÍTULO I. “El hombre descalzo”
Siempre adoptaba la misma postura al dormir y, al cerrar los ojos, veía un desfile de estrellas con cara de payaso (85), ascienden y descienden como volutas de humo en medio de un ruidoso silencio. Era como el preludio de que algo grande iba a pasar, que me inundaba de una mezcla de anhelo y temor. Era la condena de mis noches, pretender al mismo tiempo entender y soñar. Esa transición al sueño era para mí tan placentera como cuando iba al circo (86) y miraba en los carteles lo que iba a ver. El placer de la espera superaba al espectáculo. Pero los recuerdos se me escapan, como las letras cuando tratas de leer sin gafas.
Si he perdido las gafas, me pongo a hacer dibujos sencillos, rayas y colores, una casa con su balcón y sus puertas abiertas. Después el cuarto, el techo, la cama… El resultado no importa porque se completa cerrando los ojos para que las estrellitas muten los decorados (87). Estoy en duermevela, ese instante en que las imágenes se confunden y, a veces, se obsesionan con detalles como el nombre de aquella tela que mi madre vio en una revista, Lecturas, y que compró para decorar el cuarto (88). Todo el cuarto quedó a juego, pero lo que a mí más me gustaba era la cama que se convertía en diván, porque me permitía echarme sobre él imitando posturas, al estilo de las novelas de Elisabeth Mulder: mujeres soñadoras, con un vaso en la mano, fumando, hablando por teléfono (89), siempre dispuestas, como esperando algo, como recordando una historia secreta en soledad.
Cuando tardaba en dormirme, aparecían las estrellitas, el cuarto parecía transformarse. Tenía un teléfono blanco solo para mí, estaba en la planta alta de un rascacielos, podía encender la luz o darme un baño a media noche sin molestar a nadie. O salir a pasear por la ciudad bien vestida hasta entrar con paso resuelto en un café (90) y sentarme a esperar fumando un cigarrillo. Pero tenía que levantarme de puntillas para no despertar a mi hermana en aquel primer piso para mirar por el balcón la fachada de la iglesia del Carmen, la sombra de los árboles y las estrellas, sintiendo el rumor de la fuente y el frescor del aire, soñando con historias por vivir, sola. Es inútil tratar de dormir, mejor me levanto. No sé si mis pies me sostendrán. Ya de pie, el espejo me devuelve una imagen irreal de la habitación, mi propia imagen me da miedo (91). De vuelta a la realidad, reparo en el desorden del cuarto: zapatos, almohadones, libros… descolocados o apilados. Diríase que crían. No sé qué venía a buscar, quizás una pastilla para dormir (92). Frente a la cama, un grabado en blanco y negro representa a un hombre recostado señalando con el índice a una segunda figura desnuda, negra, de orejas puntiagudas y cuernos, con dos grandes alas: “Conferencia de Lutero con el diablo” (93). Leer el letrero me ayuda a salir del cuadro. Debajo, sobre el radiador, está la cesta de costura de la abuela Rosario, entre libros, tan llena que casi no cierra. Allí cabe todo. La abro, caen los libros, me inclino y me caigo yo también. El contenido se desparrama por el suelo. Ahí está el libro culpable, Introducción a la literatura fantástica de Todorov, ¡cuánto tiempo lo estuve buscando! (96). Leerlo despertó en mí la ilusión por escribir. Anoté en él: “Palabra que voy a escribir una novela fantástica”. Pero las ilusiones se enfrían hasta resultar inútiles. Allí tumbada, entre objetos, recuerdo mis juegos de infancia al escondite, mis fantasías mientras esperaba con certeza lo que había de pasar. También hoy puedo jugar, esperar sin más, sin angustias. Hoy hemos perdido el placer de jugar.
Ha sido una caída de cine cómico, de Buster Keaton, esas torpezas que revelan la inseguridad del antihéroe (97). Coloco el costurero en mi regazo y tomo un papel plegado. Lo abro y lo extiendo. Es una carta dirigida a mí, sin fecha, y con solo una inicial borrosa. Es de un hombre que, frente a una playa, me añora, que repite mi nombre obsesivamente (98). Ya sin mí, el tiempo no vale nada. Se levanta y se marcha con sus zapatos en la mano como único equipaje. Si la realidad y los sueños coincidieran podría hablar con él y contarnos nuestras historias, nuestros recuerdos, o hablaríamos al azar. También es posible que no me reconociera y pasara indiferente junto a mí. (99). No sé quién será, a veces yo me escribía a mí misma y echaba las cartas al buzón. Pero no es mi letra. He vuelto a la realidad desordenada de mi cuarto. El hombre ya no se ve. Lo que sí veo es a esa mujer en pijama sobre una cama deshecha, un cuadro de Emilio Freixas. Está leyendo una carta de amor con ojos brillantes. La miro como ella me mira y siento mi corazón latir (100) acompasado, como siempre.
Mi nombre es corto, aunque nunca imaginé que pudiera sonar tan bien pronunciado por el hombre de la playa. Están de moda los nombres largos y exóticos que empiezan por “E” y no por “C”, aunque con “C” empieza el “corazón”, corazones grabados, tatuados, pintados, cantados (101). Deberíamos rendirle homenaje al corazón, el que nos mantiene vivos. Ahora, a la niña le entra sueño, como a mí. Me tumbo en la cama y las estrellas se precipitan, pero aún tengo tiempo para decir “quiero verte”, aunque no sé a quién se lo digo (102).
CAPÍTULO II. “El sombrero negro”
Me despierta el timbre del teléfono. Al ir a cogerlo, tiro el vaso de agua, todo manchado. Una voz masculina, dominante, dice haber estado llamando a la puerta, que me está llamando desde el bar de abajo, que teníamos una entrevista. Yo no lo recuerdo, aún así le pido que no se vaya (103). Está lloviendo, no está el sereno, hay que bajar a abrir el portal. Me visto deprisa y me dirijo a la puerta, pero al dar la luz veo una enorme cucaracha negra en medio de una baldosa blanca, inmóvil. Salto sobre ella (104), huyo hacia la entrada, me sigue. Cuando logro llegar al rellano del ascensor, procuro tranquilizarme. El ascensor está subiendo y se detiene en mi planta. Es el hombre que esperaba, vestido de negro, alto, con sombrero negro. Al final, apareció el sereno. Lo invito a pasar. Al doblar el recodo del pasillo me detengo en seco esperando ver la cucaracha, él choca conmigo, me disculpo (105) y le explico lo ocurrido. Él me tranquiliza: “Las cucarachas son inofensivas”.
Ya en el cuarto de estar, se detiene contemplando con atención el cuadro que hay junto al dormitorio, “El mundo al revés”. Son 48 cuadrados grabados con escenas absurdas. Deja el sombrero mojado sobre la mesa. Tiene el pelo negro, largo, mojado. Y empezamos hablando de las cucarachas. Parece moverse a cámara lenta (106). Se sienta en el sofá, por la máquina de escribir apenas asoma un folio con una frase que no recuerdo haber leído. Él mira la habitación con curiosidad. Trato de retomar la conversación, pero no me entiende porque hablo muy bajo, no calculo bien el volumen (107), quizás porque no oigo bien. Se hace un silencio tenso. Recuerdo haberme quedado dormida en el suelo, pero ¿y antes?, estoy en blanco (108).
Me invita a sentarme junto a él y me pregunta por qué oído oigo mejor, el derecho. Se levanta, me pregunta si estoy escribiendo una novela de misterio, pero no, ahora no, hace tiempo que no escribo (109). Él señala los folios que hay sobre la mesa, le digo que no es nada, insiste y empieza a parecer un interrogatorio policiaco, me irrito desproporcionadamente, “¡Déjeme en paz! ¡No lo sé, no me acuerdo de nada!”. Pero el sonríe (110)
Necesito tranquilizarme, me levanto y voy hacia la persiana. Me pregunta si me asusta la tormenta, me asusta cuando estoy nerviosa, su voz suena afectuosa. No sé si la causa de mis nervios es él o la cucaracha, tampoco hay que entenderlo todo. Me pide que no baje la persiana, siento que hemos hecho las paces, tomo un pitillo que él me enciende con un mechero de yesca. (111). Después nos quedamos sentados mirando la lluvia. A él le gustan las tormentas, como a mí de pequeña. Me acuerdo de la oración que rezábamos: “¡Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita, con papel y agua bendita”. Allí en Galicia, en la casa de verano, me gustaba salir y mojarme, oler a tierra mojada: me buscaban, me llamaban, me reñían (112).
Para él, aquel miedo infantil no es diferente a este. Del miedo no sabemos nada. Me viene a la mente la Gitanilla de Cervantes, Preciosa, y su conjuro para el mal de corazón y los vahídos de cabeza. Siempre me tranquilizaba. La tormenta está ahora encima (113). Cierro los ojos relajada como una ilustración que vi en una novela donde Esperanza y Raymundo se miraban “con melancólico asombro”. Me encantaban las novelas rosa. Él me sugiere que aprovechemos la lluvia para seguir hablando de novelas de misterio. Asiento, no me gustaría, pero es más fácil dejarse llevar (114). Me quita el cigarrillo de los dedos, lo apaga. Permanezco inmóvil con los ojos cerrados. “¿En qué piensa?” –me pregunta-, no pienso en nada (115). Ahora la habitación está en orden, preciosa. Ya no siento miedo. Comento lo bien que quedaría una chimenea, podría ponerla, pero me da pereza (116).
Me pregunta si siempre trabajo aquí, su pregunta me saca de mi ensimismamiento. No, cambio de sitio, eso me anima cuando estoy atascada, es como viajar. Me gusta viajar, pero necesito un estímulo, que los viajes me salgan al encuentro. No entiendo eso de viajar por obligación, los viajes han perdido su misterio. Él opina que somos nosotros los que hemos perdido el misterio acortando las distancias, profanándolo con guías (117). Le doy la razón: las distancias y las dificultades alentaban el deseo… La ilusión de ese primer pasaporte, aunque también yo era más joven, me puntualiza él. Es cierto, pero no creo que los jóvenes actuales con 20 años sientan aquella ilusión. Fui a Coimbra con una beca de estudios. Entonces había que cumplir muchos trámites: el Servicio Social o los Cursillos demostrando tener madera de madre y esposa a lo Isabel la Católica (118). Como no los tenía, tuve que firmar un compromiso para realizarlos a mi regreso. Para mí era algo terrible. También tuve que convencer a mi padre (120). Pero valió la pena. Portugal me pareció lejano y exótico a pesar de su cercanía. Recuerdo bajar del autobús en Amarante con mi traje blanco de escote cuadrado cantando un fado que nos cantaban dos portugueses cada noche debajo de la ventana de la residencia de estudiantes de unas monjitas. Tardamos mucho en conocerlos.
Él afirma que seguro que tuve algún amor en Portugal. Y sí, lo tuve, un chico de Oporto estudiante de Ingeniería, uno que andaba despidiéndose cada día (121) pero que nunca se iba. Después, me estuvo escribiendo durante años. Nunca vino a verme. Siento haber quemado sus cartas. A veces, me vuelvo pirómana. Los papeles viejos, “de tanto manosearlos, se vacían de contenido”. Lo terrible de las cartas viejas es cuando aparecen inesperadamente devolviéndonos trozos de vida –afirma él-. A mí, en cambio, me parece algo maravilloso (122). Las cosas que aparecen y desaparecen guardan relación con el misterio, aunque la culpa de mis “quemas” la tiene un poema de Antonio Machado: “No guardes en tu cofre la galana / veste dominical, el limpio traje, / para llenar de lágrimas mañana / la mustia seda y el marchito encaje”. Después de regalar aquel baulito de hojalata que contenía las cartas, me vi disparada a la vejez y llena de furia (123). Me dio por destruir papeles quemándolos en la caldera, esa que ya no está.
Trato de imaginar cómo ve él la casa. Me pregunta cuánto tiempo llevo viviendo aquí. 53 años –le contesto-, fue cuando empecé a escribir mi primera novela. Aquí, en una pequeña habitación, abrí un cuaderno de hule y comencé a escribir (124). Era una que transcurría en un balneario. Él opina que era una novela que prometía mucho, pero que me venció el miedo. Se refiere al pasaje de mi llegada. No lo entiendo (125), allí todo era normal, los típicos encuentros con sus intercambios de saludos. Yo era una señorita de provincias acompañada por su padre que padecía del riñón. A los pocos días de llegar ya conocíamos a todo el mundo.
Recuerdo la llegada al balneario de Cabreiroa, en Verin. Era el verano del 44 y acababa de aprobar 1º de Filosofía y Letras. Me quedé extasiada frente a la fachada, saqué mi espejito del bolso blanco de piel y me retoqué el maquillaje. Desde el espejo, me miraban unos ojos desconocidos (126). Entonces, el hombre de negro me recuerda la escena del puente, cuando contemplo el río junto a un misterioso acompañante. La incertidumbre de lo que puede ocurrir es la clave de la literatura. Opina que ese misterio choca con la normalidad del ambiente. Sí, es posible que tenga razón. Me llamó la atención una familia de aspecto fino: el padre, dos hijos y dos hijas. No recuerdo a la madre. El hijo mayor ni nos miró. Nos conocimos, era gente de dinero, de Madrid (127). Creo recordar que el padre era el gerente del balneario. Hice amistad con los hijos pequeños, pero el mayor prefería la compañía de los adultos. Jugaba al billar con una indiferencia que lo hacía deseable. A veces, se acercaba para decir algo a sus hermanos y volver a marcharse. Entonces, todo volvía a ser insípido. Un día se acercó, y se apoyó en el piano donde la encargada tocaba unos boleros, yo quería retenerlo y, por un momento, sorprendí su mirada en la mía. Sonaba una canción romántica (128) y fue un éxtasis. El tiempo y el espacio dejaron de existir. Por primera vez mantuve la mirada a un hombre, todo parecía posible. Noté la complicidad en sus ojos, ebria de placer. Cuando los bajé un instante, desapareció. Desde entonces, apenas le vi aunque paseaba sola por el parque soñando encontrarlo. Pero nunca apareció, tampoco volvió aquella mirada (129). El hombre de negro me interrumpe de nuevo, para él esa es la clave de la literatura, esa ambigüedad, el no saber qué es realidad y qué es fantasía. Y puede que tenga razón.
Recuerdo que el día de mi despedida le escribí una carta y anduve buscándolo. Lo encontré en el vestidor hablando con mi padre, olía a Varón Dandy. Justo cuando iba a dársela me enseñó el periódico. Hablaba de un atentado contra Hitler del que salió ileso (130). Me quedé paralizada mientras ellos discutían de algo que, en aquel momento, nada me importaba. Subí a mi cuarto y rompí la carta con ira. Llegó el botones, mi padre me buscaba. Y ahora sé que algo de esto quise plasmar en mis novelas (131).
Para el hombre de negro, la descripción realista del balneario es lo que rompe el misterio, donde aparece el miedo. Lo miro, sí, él podría ser el chico del piano. Es posible que el miedo a naufragar me llevara a organizar las cosas y es en la incertidumbre donde está la clave. Era la incertidumbre lo que me acechaba aquella tarde del año 53 cuando comencé a escribir. Es posible que la literatura sea eso, un refugio (132), solo que no podemos vivir permanentemente en un laberinto. Se hace el silencio, bajo la mirada y contemplo un castillo de papeles, viejos recuerdos, recortes pegados en cartulina (134). Reconozco la caligrafía de una vieja amiga del instituto, valiente y rebelde. No tenía miedo a nada, sus padres estaban encarcelados por rojos. Juntas hacíamos excursiones, nunca tenía frío, nunca llevaba bufanda, y cogía los insectos con la mano (135). Cuando salíamos de clase, nos refugiábamos con nuestros bocadillos en nuestra isla desierta, inventada, Bergai (136).
Entre las dos, fuimos escribiendo una novela rosa. La protagonista, Esmeralda, se escapó de su casa para vivir y, junto a un acantilado, se encontró con un hombre de negro que miraba el mar. El hombre de negro me pregunta a qué edad comencé a escribir. Le respondo que fue durante la guerra, en Salamanca. Me servía de refugio contra el frío y los bombardeos que todo lo hacían retumbar (137). Un día cayó una bomba en la churrería que había cerca de casa y mató a toda la familia, incluida una niña que jugaba con nosotros. A su padre no le gustaba ir al refugio, y yo no lo entendía porque para mí ir al refugio era como un juego, oír la sirena y echar a correr escaleras abajo tropezando con los vecinos (138). Había muchos refugios en Salamanca (139). “Venid, no os separéis”, decía mi padre. Había quien se angustiaba, pero yo no. El hijo del comandante, mi vecino, me sostenía la mano acurrucados. Me invitaba a ir a su casa a ver el nuevo Santo, San Froilán. El padre salía por la noches a requisar las riquezas que quedaban abandonadas en los pueblos que tomaban los nacionales (140).
Al coronel no le gustaba que fueran a su casa, pero Lucinda, la criada pelirroja , protegía nuestros amores furtivos. En aquella época, ese niño y la hija de los maestros encarcelados, eran mis mejores amigos. Pero no les podía hablar al uno del otro porque los intuía irreconciliables.
Allí en Salamanca estaba el Cuartel General. El hombre de negro me pregunta si vi alguna vez a Franco. Lo vi una vez, a la salida de la Catedral, con su mujer, su hija y su fajín de General, saludando arrogante. Mirando a Carmencita recuerdo que pensé en lo tediosa que debía de ser la vida de los hijos de reyes y ministros, ¿a qué jugarían?, ¿con quiénes? Le comento que decían que se parecía a mí, y a él le parece un disparate (141). Carmencita no era guapa según los cánones de la época como Diana Durbin. Sentía pena por ella, me hubiera gustado conocerla, consolarla. Era la “Princesa triste” de Rubén Darío (142), la imaginaba aburrida tras una ventana mirando las nubes. Era lo contrario de Diana Durbin. Antes de ser actriz, iba al colegio en patines con su cartera al hombro. Era toda una alegoría de la libertad que yo, patosa, nunca conseguí a base de tropezones y caídas. Yo coleccionaba sus cromos, venían en las tabletas de chocolate y en los pesos de las Farmacias, eran cromos de actores.
El hombre de negro me pregunta si envidiaba a Carmencita. Observo que no ha sacado un blog, ni un magnetófono. Lo miro con simpatía, desde luego sus preguntas no son convencionales, mis respuestas, tampoco (143). Envidaba su pelo ondulado, suelto. A mí me peinaba mi madre el pelo corto con chifles, no se podía ir por la vida con el pelo lacio. Él me recuerda a Greta Garbo, pero ella era una excepción y anterior a esa época. Fue Verónica Lake la que desafió la moda en “Me casé con una bruja”. También Ingrid Bergman y, aquí en España, Ana Mariscal, pero no marcaron tendencia. Recuerdo la envidia que sentí cuando dieron el primer premio Nadal a una mujer, al verla retratada con el pelo corto, liso (144). Yo entonces estaba en primero de carrera y soñaba con ser actriz. Seguí con los chifles hasta el año 53, cuando me casé, que me hice la permanente por consejo de mi madre (146). Fue la única vez que me la puse y juré odio eterno a las peluquerías. En mi época, arreglarse el pelo era algo doméstico, y nada como los chifles. Yo aún me los pongo, me los sujeto con un nudito arriba, con papel higiénico, liándolos hacia arriba. Tardé bastante en aprender (147). El rizado de Carmencita, en cambio, era natural. Por lo demás, me daba pena.
Saca unos cigarrillos, tomo uno, son portugueses. Me ofrece fumarlos en homenaje al chico de Coimbra. Me parece una buena idea. Yo, por entonces, fumaba (148). ¿Se consideraba entonces más feliz que la hija de Franco? –me pregunta-. La felicidad en la postguerra era algo inconcebible. A pesar de todo, recuerdo mi infancia y mi adolescencia felices. Teníamos tan poco, que todo era un regalo; el hecho de comprar un helado de cinco céntimos era una fiesta (149).
Le ofrezco algo de beber, un té con limón. Es lo que más quita la sed –añade él-. Me levanto a prepararlo (150)
CAPÍTULO III. “Ven pronto Cúnigan”
Entro en la cocina de buen humor, con ganas de ordenar, de recoger. La conversación me ha refrescado un viejo tema, el de los usos amorosos de la postguerra (151). Tomé notas, pero hay que darle forma, ¿dónde estará ese cuaderno? Bueno, ahora debo concentrarme en el té, aunque podría llamarlo y seguir hablando en la cocina, tan agradable para una buena conversación. Me horrorizan las cocinas modernas tan limpias e impersonales. Prefiero los interiores de Vermeer de Delft (152). Allí, los enseres cotidianos acompañan la imagen de una mujer que lee o mira por una ventana. Termino de limpiar y me miro en el espejo con una sonrisa, era el antiguo espejo de mis abuelos. Todavía tengo la bayeta en la mano. Mi abuela parece recriminarme señalándome con el dedo: “¡Anda que tú también limpiando, vivir para ver!”. Siempre sale del mismo sitio para advertirme sobre las tareas domésticas. Pero yo sigo siendo la misma rebelde contra el orden y la limpieza, como si fuera un mantra tan divino como San José o la Virgen en aquel piso que regentaba mi abuela con dos criadas antiguas (154).
Aquel piso de la Calle Mayor sigue igual. Le conté a un amigo cómo se ponían colgaduras en los balcones para los desfiles y las procesiones. Debajo sigue la tienda de pañería. La zona ha perdido señorío. El ascensor hacía un chirrido al subir que se oía en toda la casa. En el segundo, había una pensión, “La Perla Gallega” (154). De allí llegaba el rumor de jóvenes huéspedes. El ascensor no se paraba en mi rellano, ni sonaba mi timbre, ni llegaba esa visita inesperada con la que soñaba despierta. Nuestras visitas venían de tarde en tarde y avisaban por teléfono. Eran amistades antiguas que se recibían en el comedor. Entonces, el tiempo empezaba a rebotar ansioso, mientras los niños, sentados lejos, no entendíamos nada (155). Yo me ponía mis auriculares negros para escuchar foxtrot. La conversación monótona transcurría entre la comida, la salud y la familia. Yo, mientras, dibujaba o hacía manualidades. Afuera, la ciudad bulliciosa invitaba a la aventura, un bullicio que chocaba con el tic-tac de los relojes y aquel orden reluciente de objetos de plata y de ajuares guardados en los cajones. Me hubiera gustado revolverlo todo, pero allí seguía sentada, dibujando, divagando. ¿Dónde estaría Cúnigan? Nunca llegué a saber si existía realmente, la aprendí de una canción (157) o tal vez de un anuncio que lo presentaba como un lugar mágico y único. Eso a mí me bastaba para soñar.
Y soñaba con ella cada vez que acompañaba a mis padres a Madrid, en uno de sus viajes metódicos y organizados. A Madrid se venía, en primer lugar, a la modista (158) lo que era todo un ritual hasta que llegaron las manufacturas. La ropa era todo un ritual. En las casas había máquinas de coser y figurines que se estudiaban concienzudamente. Había modistas que podían “escabecharte” –hacerte una escabechina- y, entonces, perdían credibilidad y clientes. Quedaban relegadas a simples modistas, costureras. Entonces eran mal pagadas y cosían a domicilio. A ellas se les encargaban las batas o la faldas de diario (159), uniformes y cosas por el estilo. Vivían humildemente, en bajos, sin rótulos. Cuando venían a casa traían dulces y carretes vacíos y nos regalaban los retales. Eran tratadas con condescendencia familiar pero también con exigencia. Las modistas, en cambio, eran apreciadas, nunca iban a las casas. Cuanta más fama, eran más lentas y más caras. Tenían muchos figurines, algunos extranjeros, y hacían sugerencias. Lo más era vestirse en Madrid con una modista que tuviera telas propias (160).
Nosotros visitábamos a Lucía, una modista hija de Amalia, cada vez que íbamos a Madrid y constituía todo un hito. Era delgada, elegante, de cejas finas. Le hizo a mi madre sus vestidos para la boda, alguno de ellos heredado por mí y en buen uso. Previa cita, nos recibía con amabilidad, veíamos los muestrarios y elegíamos el modelo que luego su hermana desfilaba para nosotras. Siempre me impactó esa transformación de hermana a modelo.
Otro objetivo al ir a Madrid era asistir a los estrenos. El teatro era más solemne que el cine porque las películas siempre acababan por llegar a Salamanca. Me gustaba ir al teatro (161). Cuando entraba, tenía la sensación de entrar en un habitáculo privilegiado. Nada me producía tanta emoción. Nos sentábamos en platea. Mi madre se quitaba los guantes y elevaba los prismáticos con un gesto tan elegante que parecía una actriz. Cuando se levantaba el telón y se hacía el silencio, se me ponía un nudo en la garganta. Cualquier cosa podía ocurrir. Yo, entonces, admiraba el aplomo de los actores, quería ser actriz. Sus nombres me sonaban a dioses (162).
También íbamos a algún local, al médico, al Prado, de compras o de procesiones, de belenes o de visitas familiares. La gente en Madrid era diferente, actuaba como con desgana. Era como si pasaran de ti, especialmente en el metro. Me gustaba sentirme rodeada de desconocidos, el roce, el olor, la incertidumbre, el tratar de descifrar rostros y actitudes. El metro era una invitación a la aventura. Podría seguirlos, ir por calles desconocidas… Pero para eso habría que ir sola y siempre acabábamos en Sol, subíamos por la Calle Mayor y a casa. Recuerdo que pensé que nunca volvería a la Calle Mayor hasta que pudiera ir sola. Quizás por eso llevaba tanto tiempo sin pasar por allí y frente a su fachada sentí como si rompiera los hilos con el pasado (163).
Me reñían de niña por leer con la cara pegada a la ventana, «¡Dios mío, los cristales recién limpios!». Todo estaba recién limpio en aquella casa. Era una manía eso de quitar un polvo que venía a posarse nuevamente haciendo espirales bajo los rayos de sol (164). El zafarrancho empezaba ya al amanecer y yo me sentía aliada del polvo, le ayudaba a esconderse en el embozo de mi cama hasta que me avisaban para el desayuno. De las dos criadas, la más joven era la encargada, la más resuelta. Su tía, más ampulosa, se encargaba de la comida y de la compra. Siempre nos preguntaba qué nos apetecía y resultaba abrumadora. Nuestra indiferencia le resultaba ofensiva. Yo soñaba con una buhardilla desordenada y llena de polvo, con comer cuando tuviera hambre (165). “De vez en cuando también hay que ordenar un poco, no conviene venerar el desorden”, porque si no te aplasta. Después de veinticuatro años en la cocina, ella sabía de lo que hablaba.
El aparador grande viene de la rama materna, de Galicia. Perteneció a don Javier Gaite, lo compró por 300 pesetas (166). Teníamos aún la factura entre los papeles viejos. Yo no conocí a mi abuelo, pero tiene buena planta en las fotografías: barbita, ojos inteligentes, sobrero de paja. Era profesor de Geografía, siempre de traslados, quizás de él me venga el gusto por la bohemia. Pero estuvieron más tiempo en una casa de Cáceres con muchas habitaciones. Pagaban 6 pesetas por el alquiler. Hoy todas las casas parecen iguales, pero las casas viejas tienen su historia. Le pedí a mi madre que me la dibujara y perdimos la noción del tiempo como sucede con lo buenos cuentos. “Gracias a ellos nos salvamos del agobio de lo práctico”. La casa era grande y complicada. Tenía patios de luces, pasillos con vericuetos, un comedor al fondo y una galería abierta (168) donde sentarse a leer. También tenía “el cuarto de atrás” que yo imagino como una especie de desván del cerebro. Los recuerdos que pueden darnos alguna sorpresa viven agazapados en el cuarto de atrás (169).
Mi madre se pasaba las horas muertas en la galería, nunca se aburría. Allí leyó Los tres mosqueteros. Le hubiera encantado estudiar una carrera, como sus dos hermanos, pero entonces no era costumbre. Recuerdo que, en Bachillerato, leí una novela, El amor catedrático. En ella, la chica se atreve y estudia una carrera y acaba enamorándose y casándose con su profesor de latín. Me decepcionó: “Para ese viaje, no necesitaba alforjas”. Tanto desafiar a la sociedad para acabar casada con un viejo maniático, ¿era eso un final feliz? A mí me gustaba el proceso del enamoramiento, los obstáculos, pero ¿por qué tenían que acabar siempre casándose? Mi madre no era casamentera, tampoco me enseñó a coser ni a guisar. Siempre me animó a estudiar (170).
En la guerra, se postergaba cualquier conato de feminismo para poner el acento en el heroísmo abnegado de madres y esposas. La Sección Femenina encarnaba esta visión de la mujer con arengas durante el Servicio Social que hice a regañadientes (172). Debíamos ser el complemento perfecto del hombre: fuertes, alegres, laboriosas. Era como una receta infalible. Había que sonreír por obligación, como afirmaba Carmen de Icaza en su novela Cristina Guzmán. Sus heroínas eran fuertes, activas y prácticas. En los himnos falangistas también se ensalzaba este modelo. El dolor era algo despreciable que había que ignorar (172) Debíamos madrugar, abrir ventanas, hacer los ejercicios recomendados por la revista “Y”, editada por la Sección Femenina, título inspirado en la inicial de cierta reina gloriosa, Isabel la Católica, todo un referente en nuestra historia. Yo miraba su retrato con aquel rictus serio bajo el casco y no entendía dónde estaba la alegría. “No daban muchas ganas de tomar aquella imagen como espejo”. La revista ponía la laboriosidad como antídoto (174) contra cualquier problema. Nos enseñaba a ser buenos cristianos, amas de casa y esposas abnegadas que engendraban hijos. Aquella machacona ñoñería de los años 40 generaba mi desconfianza y mis ansias de libertad. Recelaba de los santos y de los reyes, de los conquistadores y de los héroes. También me puse en guardia contra la idea del noviazgo (174). Querría hablarle al hombre de negro de todos estos recuerdos, pero no tiene sentido, ¡tendría que hablarle de tantas cosas! Sigo sin encontrar el cuaderno y tengo sed. Preparo la bandeja con los vasos y el azucarero. Salgo al pasillo (175).
CAPÍTULO IV. “El escondite inglés”
Cuando entro en la habitación, el hombre de negro ha cambiado de postura, está absorto, ni me mira, “¿Cree usted en el diablo?», me pregunta. En la mano trae el grabado de Lutero (176). “¿Por qué ha entrado en mi dormitorio?”, protesto. Él se ríe. No estaba allí, alguien lo habrá sacado y no recuerdo haber sido yo. Debajo tiene un verso escrito, se trata de un poema, tiene mi caligrafía: “Cabecita, cabecita / tente en ti, no te resbales […]”. Se disculpa y deja los papeles en su sitio. Me pregunta por el texto, es de Cervantes Me quedo paralizada al ver al principio del folio de la máquina de escribir el conjuro de la Gitanilla y, entre comillas, en el ángulo superior derecho, el número 79 (178), ¿de dónde han salido esos 79 folios?, ¿de qué tratan? Sirvo el té, su presencia es mi único asidero a la realidad. Me siento turbada y le pregunto si ha sido él quien ha escrito en mi máquina. Pero eso es absurdo. Las piernas me tiemblan. Él ha llenado ya los vasos y parece esperarme (179).
Están pasando cosas muy raras. “Eso pasa todos los días”, me dice, aunque nos empeñamos en racionalizarlas. Nos disgusta no poder clasificarlo todo. Deberíamos aceptarlo de la misma forma que aceptamos los sueños raros que persisten como una realidad viva una vez despiertos. Le escucho como quien escucha a un prestidigitador. Su voz me tranquiliza. Lo oigo pensando en las mentiras que nos contaban sobre Isabel la Católica (180). Me gustaría anotar todas las sugerencias para hilvanarlas en un libro sobre la postguerra a partir de mis primeras perplejidades. Él alaba el té, tiene la justa medida de limón. Como en el amor, hay que quedarse con ganas, decía un pariente mío. También es uno de mis temas recurrentes, “el miedo a la saciedad”. Me invita a sentarme, a beber el té. Avanzo, no sé si con mis pies o a hombros de San Cristóbal gigante. Y le confirmo, “Sí creo en el diablo” y en San Cristóbal y en Santa Bárbara, en todos los seres misteriosos. En Isabel la Católica, no (181).
Dice alegrarse porque he vuelto a encontrar el camino que creí encontrar en la segunda parte de El balneario, como en Pulgarcito, el cuento de Perrault, cuando deja un rastro para poder regresar. No lo entiendo del todo. Él sirve más té, dice no tener prisa, “tenemos mucha noche por delante”. Recupero la sensación de expectación ingrávida de mis sueños infantiles. No hay que hacer nada, todo llegará. Saca de su bolsillo una cajita con píldoras de colores y me ofrece (182). «¿Qué color prefiere?», prefiero el malva, pero no hay, son más bien moradas. Acepto una. Me recuerda cuando mis primos me enseñaron a jugar al parchís. Me la tomo con un poco de té. No sabe a nada. Él toma otra de color verde. “Verá qué bien sientan”, me dice. Lo bueno de los juegos es el aprendizaje, cuando ya conoces las reglas, se convierten en rutina. Eso fue lo que sucedió con el parchís (183). Según él, las pastillas no crean hábito, sirven para la memoria, para desordenarla. Retomamos la conversación donde la dejamos antes de ir a la cocina, en los helados de limón, y cómo sabían a libertad y juegos. El heladero ponía su carrito en la plaza; al otro extremo, se ponía la castañera en invierno, y ambos se sucedían al ritmo de las estaciones (184) y del escondite inglés.
Él no conoce el juego, le explico las reglas. Te ponías de espaldas, los demás niños se situaban a cierta distancia. Recitabas “uno, dos, tres, gallito inglés” y te volvías rápido. Mientras, ellos avanzaban. Si sorprendías a alguien en movimiento debía retroceder. Así hasta que uno te alcanzaba y ocupaba tu lugar. Había entonces muchos juegos infantiles, tanto en la calle como en casa. Hoy se están perdiendo en la calle, quizás sea por los coches. Entonces apenas había. Mi padre tuvo un Pontiac antes de la guerra, se lo requisaron. De pronto, me he ido a un hotel de Burgos con mi prima Ángeles, es de noche, ¡qué bien funcionan estas píldoras!: complicidad, excitación, cotilleos… Nunca antes había dormido en otra ciudad con una amiga (185). Mi padre y mi tío Vicente estaban en la habitación de al lado. Hablaban del asunto del coche que, según un comunicado “había servido gloriosamente a la Cruzada”. Estaba destrozado. Lo indemnizarían con algo, pero debía identificarlo. Los acompañamos y la alegría nos desbordó por el simple hecho de quedarnos a solas. Ya no se les oía hablar, miramos por la ventana: ventanas iluminadas, un falangista despidiéndose de una rubia muy pintada, un coche oficial… (187). Le propuse a mi prima salir, le daba miedo pero la convencí. Nos vestimos y bajamos sigilosamente. Dejamos la llave al conserje. Nos habíamos pintado algo los labios para parecer mayores y dimos un paseo corto hasta el espolón. Andar era como volar. De pronto, le asaltó a mi prima la idea de que cerraran el hotel, de que estuviéramos perdidas… Regresamos, recogimos la llave y subimos en el ascensor con un matrimonio que nos llamó de usted, “¿A qué piso van ustedes?”. Me dio la risa (188).
Juntamos las camas y estuvimos cuchicheando hasta las 2. A la mañana siguiente salimos temprano por lo del coche. La ciudad había perdido la extravagancia de la noche. El cementerio de coches, a las afueras, era como un vertedero. Pensé que aquellas chatarras fueron alguna vez coches nuevos, pensé incluso en la posibilidad de que el Pontiac apareciera nuevo. Hubiera sido un buen final (189). Pero no. Allí estaba, “seguramente le pueden dar hasta mil pesetas, porque el motor ha quedado aprovechable”, dijo el encargado. A mí aquello me pareció muchísimo dinero, y mi imaginación se disparó viéndome por la ciudad corriendo aventuras tras robar el dinero y dar esquinazo a mi prima. Yo era malísima. Pero la mirada desconsolada y abatida de mi padre me sacó de golpe de aquella ensoñación (190). Tenía que firmar que lo reconocía y mi tío trataba de animarlo: “Vamos, hombre, […] por lo menos hemos salvado el pellejo, acuérdate del pobre Joaquín”. Recuerdo cómo mis padres lloraron abrazados la muerte del hermano mayor, al que fusilaron por socialista. Era alto, guapo y un poco insolente. Nos traía regalos, nos regaló el parchís.
El hombre de negro me dice no comprender la relación entre el paso del tiempo y el escondite inglés (191). El tiempo parece inmóvil, pero cuando volvemos la vista atrás algo ha cambiado, como en el juego. Por eso es tan difícil ordenar la memoria. Me ha gustado el recuerdo del hotel de Burgos, debería anotarlo, ¿año 38? Miro de nuevo la mesa y tengo la impresión de que los folios han aumentado. Me levanto buscando un cuaderno de apuntes sobre la postguerra, aunque preferiría encontrar aquella revista, Crónica, de mi tío, una revista donde venían mujeres desnudas, que se guardaba en la banqueta donde mis padres lloraron su muerte (192). Sin embargo, va apareciendo de todo menos el cuaderno. Se me abre una carpeta y un montón de recortes se desparraman por el suelo. El hombre de negro se ofrece a ayudarme a recogerlos pero declino el ofrecimiento. En la etiqueta escribí “Fantômes du passée”. Veo una foto de Conchita Piquer junto a un artículo que publiqué en Triunfo sobre las coplas de la postguerra. Podría darme algunas sugerencias.
“¿Qué era lo de Burgos?”, era lo del coche de mi padre que acabo de contar. Se encoge de hombros mientras niega con la cabeza. Me quedo en silencio sentada en el suelo (193). Estoy confusa, parece que no distingo lo que digo de lo que pienso, ¿será problema de mi sordera? Tendré que consultar al médico. Mi mente vuelve a la Piquer, recuerdo su grandeza, su solemnidad cuando cantaba aquellas coplas llenas de amores desgraciados y desgarro que hacían llorar (194). Se me escapa un verso en voz alta: “Quien va por el mundo a tientas, lleva los rumbos perdidos”. Ya no tiene sentido el cuaderno, todo da igual. Me siento como una isla, aislada por la incomprensión. Es una de esas sensaciones prohibidas por la Sección Femenina porque conducen al victimismo.
El hombre de negro trata de consolarme, no tiene importancia. Podría contarle ahora lo de Burgos, pero da igual, “era un recuerdo de la guerra que ya se ha desvanecido”. Me tiende un bolígrafo y una libreta pequeña (195). Tengo problemas con el bolígrafo, me ayuda, apoyo el cuaderno en mis rodillas y anoto por cortesía: “Cementerio de coches. Burgos, ¿1938?”. Después, arranco la hoja y la dejo en el suelo entre los recortes de prensa dispersos. Pero es inútil. Una vez anotado el dato parece que se disecara, lo mismo que les sucede a mis sueños (190), están vivos cuando me despierto, pero al intentar atraparlos se difuminan. Es un esfuerzo inútil. El anotarlo solo logra tranquilizar mis nervios. Le devuelvo el bolígrafo y el cuaderno y le pido disculpas por mis fugas. Él, en cambio, dice estar encantado con ellas.
La cajita de oro de la bandeja me libera del silencio incómodo. Puede que sea efecto de las pastillas, mi voz ha sonado falsa (197). Él también lo ha notado y me insiste en que no tengo que disculparme. No tiene nada de malo fugarse. Me abrazo las rodillas. No hay reproche en su voz, pero aún así me siento inquieta. Es un recelo que me viene de muy atrás, de los cuchicheos y censuras de las señoras cuando me veían pasar con mis amigas: “Ha salido muy suelta”, decían. Vuelvo a confundir guerra y postguerra. No era eso lo que decían de mí, sino de las muchachas que al anochecer se iban con los soldados italianos al campo de San Francisco. (198). Sin embargo, aquella era una época de supervivencia. Entonces, “ser una fresca” era lo peor, como hoy lo es “ser una reprimida”. En aquella época, ser una locas o unas frescas era motivo de condena, estar en el camino de la perdición, de la deshonra. El colofón era la fuga. Aunque también en esto había cierto heroísmo como en don Quijote, Cristo y Santa Teresa, pero ellos lo hicieron por una noble causa (199). Yo pensaba que también podía ser heroica la fuga por gusto, simplemente por amor a la libertad. Admiraba a los enamorados, su valor al fugarse aunque sabía que yo nunca lo haría a la luz del sol.
El hombre de negro llama mi atención, me invita a sentarme en el sofá (200), y me pide que no me fugue sola, que prefiere que lo haga en voz alta. Le cuento que he estado paseando por el Tormes con unos amigos de la carrera. No estoy segura de la sensación de frío. Los fríos mayores fueron durante la guerra. Unas señoras me criticaban desde un balcón, aunque quizás no fuera a mí. Esta confusión es la que hace tan difícil escribir ese libro que tengo in mente de la época de los helados de limón, del parchís, de Carmencita Franco. Pero desde la muerte de Franco, han proliferado tanto las memorias que ya aburren (201).
Quizás la clave esté en no escribirlo como un libro de memorias. Esa es la clave que busco, cómo enhebrar los recuerdos. Me corrige, “o deshenebrarlos”. Para eso necesitaría las píldoras. Me las regala, acaricio la caja y le doy las gracias y pienso que ahora sí que voy a escribir ese libro. Pero lo mismo le prometí a Todorov, escribir una novela fantástica. ¿Y si mezclara las dos promesas? (202). Él me invita a hablar del libro, pero no sabría por dónde empezar. Me sugiere que empiece por cómo se me ocurrió, pero hacerlo bien llevaría mucho tiempo. No hay prisa, comienza: “Estamos en la mañana del entierro de Franco”. Se retrepa en el sofá, echo de menos la chimenea, “los buenos cuentos surgen siempre al calor de las llamas”.
Hay que retroceder a Salamanca (203), nací en plena dictadura de Primo de Rivera, cuando murieron Pablo Iglesias y Antonio Maura. Entonces no daba importancia a la política, era cosa de mayores, un juego. Cuando vino mi tío Joaquín, recién afiliado al partido socialista, trajo una especie de “juego de palabras”, un acertijo con el que mis padres rieron mucho. Me lo aprendí enseguida: “El estraperlo (204) es una especie de ruleta que tiene dos colores: le blanc y le rouge […]”. La gracia estaba en que aparecían ocultos los nombres de los políticos de Madrid. Después de la guerra, dejó de parecerme un juego. El estraperlo se asociaba al hambre y al racionamiento, a las cartillas y la escasez. Lo que antes era fantástico (205) vino a ser una cruda realidad. Franco fue el primer gobernante que sentí como tal. Era omnipresente. Yo tenía 9 años cuando empecé a verlo por todas partes: periódicos, sellos, NO-DO… Cuando murió no me lo podía creer. Hubo quien lo celebró, quien lloró. Yo, simplemente, me quedé de piedra. Desperté cuando vi su entierro (206). Lo televisaron. Bajé con mi hija al bar de abajo para verlo, el bar Perú. Se fue llenando con caras conocidas. Hubo discusiones. Los madrileños hicieron cola durante 3 días para ver el féretro. Para algunos aquello fue un exceso, para otros era algo obligado ante quien “había regido los destinos de la Patria” (207). También había comentarios morbosos sobre su enfermedad y su muerte.
Hago un alto para beber té y colocar la foto de la Piquer. Él dice no aburrirse con mis divagaciones y continúo. A Franco lo enterraron un 23 de noviembre y al escuchar esa fecha dicha por el locutor de televisión mi mente se fue hasta mis orígenes (208). Faltaban 15 días para mi cumpleaños. Nací con la muerte de Antonio Maura y de Pablo Iglesias, mi vida había transcurrido entre aquellos entierros y este. Allí, en el televisor, estaba Carmencita Franco, enlutada, con gesto amargo, y pensé en aquella otra imagen de Salamanca. También ella estaba irreconocible, ambas habíamos cambiado, pero habíamos vivido las mismas vidas y costumbres. Tal vez también los mismos sueños. Me parecía emocionante verla caminar detrás del ataúd (209). Mi hija y su amiga, mientras, bebían una cerveza en la barra ajenas a lo que yo sentía. Era el fin de una época, de un Franco omnipotente y omnipresente, y lo iban a enterrar, no había en mí ninguna otra consideración política (210). Subí a casa y me puse a escribir, me di cuenta de que de ese tiempo lo sabía todo. Revisé hemerotecas, pero no era eso, también las novelas rosa que tanto influyeron, y las canciones.
Me agacho a recoger el recorte de Conchita Piquer: “Cuarto a espadas sobre coplas de postguerra”. Me pregunta si el artículo es mío. Le respondo que sí y me ofrezco a leérselo (211), me siento inspirada. Necesito mis gafas, están en la funda que lleva bordado un pavo real. Me las acerca. De espaldas parece algo encorvado, más viejo. Le doy las gracias, me las pongo y comienzo a leer (212). No recuerdo que empezara así. Noto que él me mira de forma extraña, “Nunca la había visto con gafas”, me dice. Hace cuatro años –le comento-. Se hace el silencio sobre una mirada intensa, como esas que en las novelas rosa desembocaban inevitablemente en una escena romántica. “Le quedan muy bien”, me dice con dulzura, y el corazón se me dispara como si siguiera el guion de una de aquellas novelas que tanto leí (213) hasta que llegó Carmen de Icaza con su modernidad moderada. La protagonista podía no ser joven, pero era valiente, trabajadora, independiente, con un pasado secreto y tormentoso.
Suena el teléfono, me hubiera gustado que me pidiera “No lo atiendas, quédate conmigo” (214). También el pasar de “usted” al “tú” es un umbral inquietante. Pero en lugar de eso me dice que pudiera ser para él, que dejó mi número de teléfono para estar localizado. Me pide por favor que diga que ya se ha marchado (215)
CAPÍTULO V. “Una maleta de doble fondo”
El teléfono me sorprende echada en la cama. El libro de Todorov está en la almohada con un apunte: “Novela fantástica. Acordarme del grabado de Lutero y el diablo. Ambientación similar”.
Al otro lado del hilo, una voz dubitativa de mujer (216) con acento del sur pregunta por Alejandro. Sonrío. Alejandro es el nombre de mi protagonista, el de la novela que escribí con mi amiga del Instituto. No puedo evitar un comentario: “¿Alejandro?… Me lo figuraba”. Su respuesta es cortante: “Yo también me lo figuraba” (217). Esta conversación podría ser una idea magnífica para continuar aquella novela, me hubiera gustado contárselo a mi amiga, estaríamos en clase y el profesor de Religión nos llamaría la atención. “Lo siento, no puedo pasarle con Alejandro, se ha marchado hará 10 minutos”. Me pregunta por el tiempo que ha estado, por la hora a la que llegó… Finalmente se echa a llorar y me pide que le cuente la verdad (218). Ella, por su parte, me cuenta que le había pedido que no viniera, que le insultó, que le gritó. “Por favor, dígale que me perdone, que vuelva”. Me quedo indecisa, pero me gustaría profundizar en la historia. Ella insiste en que le diga algo, cree que él sigue aquí por aquello de “me lo figuraba”. Trato de explicarle lo de la novela pero me corta: “Lo sé todo… ¡He leído las cartas!” (219). Me quedo perpleja, la dejo seguir como quien ve una película. Pensé en “Rebeca”, la primera película que ví. Aquella en que Joan Fontaine trataba de esclarecer un misterio en el castillo de Manderley, tan famosa que se dio nombre a la prenda de vestir que llevaba la protagonista, esa que se cruzaba sobre el pecho con gesto de susto (220). La señora del teléfono está fuera de sí, intuye que ha sido él quien me ha dicho que ya no está allí. Le pido que se calme, que debe haber un error. Ella titubea: “…entonces no entiendo, me voy a volver loca”. Siento alivio al pensar que ya hay otro loco.
Una mañana de verano, estaba con mis primos en la aldea gallega de mi madre asando patatas en una hoguera (221) mientras mi padre aguardaba el aperitivo leyendo un libro, El elogio de la locura, “¡Qué título más raro!, ¿no, papá?”. Al invierno siguiente fue cuando me habló de Erasmo de Rotterdam, un sabio capaz de enjuiciar la locura y verle, incluso, aspectos positivos. “¿Su nombre no empezará por la letra “C”? Y, ¿no firmará a veces solo con la inicial?”. La pregunta me ha sobresaltado. Cuando le respondo que sí, se reafirma. No hay error, coloco el punto detrás de la inicial. Eso, según ella, indica desafío. Dice estudiar grafología para entenderlo a él. Pero él se ríe, la menosprecia, es un machista. Está enamorada y él lo sabe. Cuando los hombres lo notan te desprecian. La siento desvalida, me da pena y trato de consolarla, pero eso es lo peor (223). Aquella conversación empezaba a sonar a copla de Conchita Piquer, con mujeres enredadas en conflictos escondidas tras apodos que se exhibían desafiantes: La Lirio, La Petenera… Provocativas y ojerosas que rodaban su deshonra por arrabales y cafetines. Eran un revulsivo a aquel mundo anestesiado de la postguerra de noviazgos abocados al matrimonio. Ellas eran la otra cara de esa realidad de la que nadie quería hablar (224), del cataclismo que acababa de asolar el país. Se apelaba a los sentimientos delicados, se pregonaba la esperanza. Y aprendimos a esperar entre imágenes idealizadas de Cisneros e Isabel la Católica, racionamiento y estraperlo, escuchando en la radio los dulces boleros de Boner de San Pedro, de Machín, de Raúl Abril. Conchita Piquer era otra cosa (225): amores rotos y mujeres perdidas sin esperanza, con pasiones prohibidas para las chicas sensatas y decentes de la nueva España.
La voz de la mujer me saca de mis reflexiones, no quiere que le corte. No lo haré, pero no sé qué decir. Tampoco ella (226). Finalmente me cuenta que está echa un lío, que lleva la cuarta parte de las hojas leídas y no entiende nada; que él las había escondido debajo del colchón, y bajo llave; que ella se había metido en la habitación por el tragaluz y le sorprendió la tormenta. La animo a que continúe leyéndolas y me pide un favor (227), que no le cuente a él que ha leído las cartas. No sé de qué cartas me habla. Entonces me explica que la riña comenzó cuando él la sorprendió fisgando y puso unos ojos que daban miedo. Le tiene prohibido subir al cuchitril. La levantó agarrándola del pelo y le pegó, no era la primera vez. Lo que la salvó fue que había vuelto a meter las cartas en el doble fondo de la maleta (228). Me cuenta que él trajo aquella maleta cuando fue a por la herencia de su padre. La familia se lleva fatal y a ella la rechazan porque creen que está con él por interés. Aquello parecía una copla. Me sigue contando que el padre, aunque loco, era bueno. Vivía con una chica joven a la que ponía los cuernos. Una tarde se fue a cazar y dicen que se le disparó la escopeta (229).
Cuando regresó con la maleta empezaron los problemas. Reaccionó violentamente al tratar de cogérsela para ayudarlo. Estaba enfadado y esquivo. Pero Carola prefirió echarlo a broma. Él, en cambio, no se rio. La miró con aquella mirada que te avisa de que hay otra mujer. “¿No estaría usted en Galicia por aquellas fechas?”, me pregunta (230). No, no estuve en Galicia desde el verano del 73. Pero ella insiste en que aquello venía de antiguo y, lo peor, es que las cartas no traen fecha ni tampoco el contenido aclara nada al respecto, parecen un libro (231). A él siempre le gustaron los libros que no se entienden, como esas cartas. Me dice que ella no sabe escribir cartas de amor, que le parecen un engaño, aunque le escribió dos que él no contestó. Fue entonces cuando se le metió en la cabeza que en la maleta había cartas de amor. Recuerda que él se bajó del taxi huraño, con la maleta en la mano. Hasta el taxista se dio cuenta. Más que consolarme, lo que quería era ligar conmigo y ojalá me hubiera ido con él como le dijo su amiga Silvia (232). Cuando entré en el chalé, no estaba por ninguna parte. Se había subido al cuchitril, ese al que no me deja entrar. Y, desde entonces, vive prácticamente allí como una cucaracha. No se entiende, habiendo tantas habitaciones mejores con buenas vistas al jardín. Le digo que yo no puedo opinar porque no conozco la casa. Pero ella me responde que cree que sí, que conozco a la hermana de él, la antigua propietaria, Laura, la casada que vive en Caracas. Le digo que nunca he estado en Caracas (233) pero ella insiste, Laura pudo ser la mujer que me acompañaba mientras seguíamos a un hombre que nos alumbraba con una linterna hasta el campo. Allí estaba él tumbado. No entiendo nada, todo esto parece un sueño. Le pregunto cómo sabe que las cartas son mías. Tenían encima un papel con mi teléfono en rojo. Pero bien podría ser también una estratagema para saber si ella ha urgado en sus cosas. Ahora duda de que las cartas sean mías (234), duda incluso de mi existencia, me confiesa que ha sentido miedo al escuchar mi voz. Le pido que me lea alguna carta, pero responde que tendré que esperar porque tiene que volver a entrar por el tragaluz. Todo esto se parece a una de esas historias que contaba mi amiga del instituto (235).
Mientras espero al teléfono, me inquieta esa imagen de Barba Azul dibujada por esta chica de Puerto Real, tan diferente al hombre de negro que espera ahí al lado. Las versiones contradictorias son excitantes. Todos somos como parte de un enorme rompecabezas en el que los sueños y la realidad se mezclan (236). Pienso en ese chalé de Ciudad Lineal desde el que llama y que dice que conozco, pero nunca entré en ninguno, aunque hubo uno, ya desaparecido, precioso, que fue el germen de mi novela Ritmo lento (237).
Me levanto, me apoyo en el radiador, tengo los huesos entumecidos (238). Por el teléfono se oyen voces que discuten, sitúo la escena en aquella habitación inventada para mi novela, en el despacho del padre de David Fuente. Aquella habitación, fruto de mi imaginación, existiría mientras yo viviera. Ahora las voces se acercan, ha subido el tono: “Por favor, Carola, no seas mala, ¿qué te cuesta?” (239). Pienso que las cartas están firmadas con una “C”, pudiera ser yo misma quien las escribiera y no lo recordara. Ella se justifica, dice estar hablando con una amiga a quien él no conoce, que terminará enseguida. Oigo una voz de hombre: “Alejandro, ¿estás ahí?”. Le digo que no entiendo nada y me pregunta quién soy. Le respondo que una amiga de Carola. Ella le arrebata el teléfono y le recrimina: “Pero, venga, Rafael, ¿no te basta con ver que es una señora […]” (240).
Carola me dice que no ha podido traer las cartas porque se ha presentado Rafael. Me enfado y ella trata de justificarse y tranquilizarme. No puede echar a Rafael porque fue ella quien lo llamó para consolarse. No lo entiende, cuantos más desplantes le hace, más fiel se vuelve. Se disculpa de nuevo por no bajar las cartas (242), pero hubiera sido una temeridad pensando que Alejandro pudiera volver a sorprenderla. Lamenta tener que dejarme, nos despedimos: “Me gustaría que fuera usted la de las cartas”-me dice-, “A mí también”, le respondo, y cuelgo avergonzada por la confidencia a una desconocida (243)
CAPÍTULO VI. “La isla Bergai”
Me asomo un poquito. Él sigue ahí. Y el montón de folios ha crecido (244). Parece leer unos recortes, y por un momento desfallezco y retrocedo. Me siento. No recuerdo lo que iba a decirle. Me miro con estupor en el espejo de la coqueta. Todo se transforma: estoy en un camerino con una cofia; las arrugas han desaparecido; una chica menuda vestida de hidalga del siglo XVI se me acerca por detrás: “Agustín ya está en escena”. Me están buscando, pero no puedo salir porque se me ha olvidado todo. Me dice que son tonterías, que me pinte, que el verme guapa me dará seguridad. Me perfilo los ojos como cuando pisé por primera vez las tablas en el Liceo de Salamanca para representar un entremés de Cervantes. Tuvimos un gran éxito (245).
Ahí sigue el hombre de negro, pero ahora sé más de él, sé que es capaz de pegar a su mujer, que tiene tendencia a la esquizofrenia. Tengo que saber gestionar esa información, dejar que hable él primero. Entro en silencio y recojo con armonía los papeles del suelo, los coloco en el cajón del escritorio (246). Y allí está el cuaderno de tapas azules. Me siento y comienzo a hojearlo. “¿Me permite una sugerencia?”, él cree que el nuevo libro debería partir de la escasez, ha visto una frase reveladora en el artículo hablando de cómo las canciones de postguerra se convirtieron en objetos de consumo: “En tiempos de escasez hay que hacer durar lo que se tiene” (247). Eso incluye las canciones. Y es cierto, como en Robinson Crusoe, de la necesidad de sobrevivir nace la inventiva. Me mira ahora por primera vez y repara en el cuaderno. «¿De dónde ha salido?», me pregunta si habla de Robinson Crusoe. Sí, y de la isla Bergai. Se sorprende, no la conoce. No me extraña, le respondo, a ella se llega por el aire, escapando por la ventana: “Siempre que notes que no te quieren mucho, me dijo mi amiga, o que no entiendes algo, te vienes a Bergai, yo te estaré esperando allí” (248). Le explico que el nombre es un acrónimo formado por la contracción de los apellidos míos y de mi amiga, una técnica de la época que se usaba para bautizar locales donde lo honrado y lo indecente se mezclaban.
Recuerdo el café Simu, oscuro, con espejos negros, en la Plaza Mayor. Mi padre nos llevó a mi amiga y a mí. Por primera vez vi a una chica de familia conocida haciendo manitas con un soldado italiano (249). Allí, a solas, hablamos de Bergai. Era un invento nacido de la escasez y de la fantasía, también los amores como sucede en todos los modelos literarios (250). Nunca fui lanzada en eso del amor, pero no se me ocurre cómo empezar a hablar de eso. Nunca supe dar pie a los hombres que me gustaban, por eso acababan marchándose con otras. Eso me llevó a refugiarme en la literatura. También Bergai era un refugio pero inventado con una amiga. Para conocer Bergai, hay que conocer a mi amiga, la que me inició en la literatura de evasión (251). Era sobria, valiente y afrontaba la escasez con una risa. Ella sí tenía problemas reales, no como yo. Me pregunta si se llamaba Esmeralda, pero no, esa era la protagonista de mi novela. Oigo a mi amiga reírse de la confusión, de que él se llamara Alejandro como el protagonista masculino. La calmo, pero ella está divertidísima. Temo que nos oigan. (252)
El hombre de negro me devuelve a la realidad. Estábamos en que en época de escasez no se tiraba nada. Antes de la guerra, teníamos buenos juguetes, después dejaron de comprar, había que amortizar los viejos. La jerga jurídica de mi padre empezó a tener sentido: requisar, racionar, acaparar… Los artículos de primera necesidad tenían prioridad y se oponían al lujo. Todo se aprovechaba, incluso los paseos con mi padres (253). Todo se medía por su valor en dinero. Estas restricciones abarcaban todos los ámbitos de la vida, también el cuarto de atrás. Pero no sé si ya he hablado de esto, me resulta imposible ordenar mis pensamientos. Le digo que tendría que haber traído un magnetofón. Él protesta, no le hace falta, tampoco yo me hubiera sentido libre. Dice estar utilizando otro método conmigo (254). Me siento como un conejillo de indias. Le pregunto si he hablado ya del cuarto de atrás. No. Le explico que era un cuarto de la casa de Salamanca. Estaba situado al final de los pasillos. Era grande, desordenado y en él reinaba la libertad. Allí podíamos jugar a nuestras anchas, era nuestro cuarto sin más. Pero también la guerra cambió aquello, había que amortizar el espacio. Poco a poco se fue transformando en despensa.
Sí, allí había un aparador grande donde guardábamos todo tipo de trastos que fueron desalojados para ordenar artículos de primera necesidad. Pero lo peor vino con las perdices. Escaseaba la comida y, en época de caza, mi madre aprovechaba para hacer acopio de perdices estofadas que metía en grandes ollas con laurel y vinagre. Había tantas que en algún sitio había que colocarlas. Luego vinieron los embutidos y la manteca. Los artículos de primera necesidad acabaron arrinconando nuestra infancia (256).
Estoy divagando, dando demasiadas vueltas para llegar a la isla. Él dice que no importa, me ofrece un cigarrillo, enciende dos y me pasa uno, un detalle muy de novela rosa (258). Le cuento que teníamos una cocinita de juguete que cocinaba de verdad, que era la envidia de todas las vecinas, era fabulosa. Pero poco a poco se fue rompiendo sin que nos repusieran las piezas rotas. Recuerdo una vajilla de juguete en un escaparate de la que me encapriché. Costaba 7,50, era muy cara. Mi padre nos dijo que veríamos sin nos la traían los reyes. De vez en cuando entraba a preguntar si la habían rebajado (259). Un día llevé a mi amiga a verla, la acababa de conocer y solo veía por sus ojos. “¿Era usted lesbiana?”. Me sorprende la pregunta. En mi época, eso ni existía, todo lo relacionado con el sexo estaba prohibido. Palabras como “invertido” o “lesbiana” no las aprendí hasta más tarde en Madrid (260). No, no era lesbiana, admiraba sin límites a mi amiga porque sus padres estaban en la cárcel, porque escribía un diario. Pero yo no admiraba las ideas políticas, mis padres nos tenían prohibido hablar de política. Había miedo.
De vez en cuando, venía mi amiga a casa a estudiar, pero no a jugar. Un día me acompañó a ver aquella vajilla por compromiso (261). No reaccionó al verla. Nos marchamos y me explicó que los juguetes comprados la aburrían, que prefería jugar con la imaginación, sacar partido de la mala suerte como Robinson Crusoe en su isla. Pero nosotros no teníamos una isla: “La podemos inventar entre las dos” y a mí me pareció una magnífica idea. Sería nuestro refugio. Cuando nos separamos ya tenía nombre: Bergai. Por primera vez, no me afectó que me riñeran mis padres, los miraba como ausente. Al día siguiente, la isla ya iba tomando forma en nuestros cuadernos (262). Ya no volvió a afectarme que los juguetes se rompieran, ni las prohibiciones ni el olor a vinagre.
El hombre de negro me pregunta por los cuadernos. Probablemente los quemaría, pero eso no importa. La literatura es el arte de contar historias. Le menciono las cartas, y no responde (263). El problema es que tanta evasión me ha llevado al aislamiento y la soledad. Se hace el silencio, el aire sigue soplando. Me reta a escribir la historia empezando por esa sensación de no saber si todo fue un sueño o fue realidad. Tengo ganas de humillarle, me gustaría hablarle de Carola, pero sigo teniendo miedo al escándalo –leo en una de las páginas del diario- (264). Me entran ganas de llorar. El hombre de negro me pide el cuaderno, es el mismo que empecé a escribir el día que murió Franco. Se lo paso, lo abre por la primera página: “Usos amorosos de la postguerra”. Aquel era un título provisional. A él no le gusta, le suena a investigación histórica. Se ve que entiende de literatura. Me agradece el haber compartido con él el secreto de Bergai, y me jura guardarlo para siempre. Por un momento nos miramos, como antes. Carola no existe. Suena a despedida. Una ráfaga de aire abre la puerta violentamente. Me abrazo a su cuello y él me tranquiliza. No hay nadie ahí fuera, ha sido el aire. Los folios y el sombrero han salido volando. Se separa de mí, cierra la terraza, las hojas se arremolinan, hace una noche infernal y estoy temblando. Le pido que baje las persianas y eche las cortinas (266). Luego, comienza a recoger los folios del suelo. Se sorprende de la cantidad y se ofrece a ordenarlos. Me da igual, siento frío, le pido que me alargue el chal. Entonces, me sugiere que me eche en el sofá mientras él acaba de recoger los folios. Me siento cansada, me echo, cierro los ojos. Al abrirlos, él está sentado en el suelo, está leyendo los folios, sonríe. Tengo sueño pero le pido que no se vaya (267).
CAPÍTULO VII. “La cajita dorada”
Me despierta un beso en la frente. Una chica joven, en vaqueros y chaqueta, cola de caballo, enciende la luz. Se descuelga el bolso y comienza a dejar objetos sobre la colcha: pitillos, gafas, cosméticos… Estoy vestida: “No me habrás estado esperando, ya te dije que no te preocuparas”, me dice. Son las 5 (269). Le pido que recoja sus cosas, está buscando el Respir, lo encuentra y se lo aplica. Me preocupa su resfriado, pero ella dice no haber cogido frío, que la han traído en coche, Juan Pablo, desde la casa de Alicia. “Me fumo un cigarro contigo y me acuesto”. Le pido que se ponga a estudiar, estamos a principios de mayo. No es el momento de hacer ese comentario cuando acaba de regresar de una fiesta. Ha cogido el libro de Todorov, nota que me pasa algo: “Ha venido alguien, ¿verdad?”. Ha visto los dos vasos sobre la bandeja (271). Me pongo de pie y reviso la habitación. Delante de las cortinas, en el suelo, veo el montón de folios ordenados con un pisapapeles encima. Mi hija ha salido del dormitorio, recojo los folios, tengo que taparlos, que nadie los vea. Me pregunta si he vuelto a escribir, se alegra por mí, estaba preocupada por mi parón creativo. Le cuento que me preocupa mi pérdida de memoria (272), se me olvida lo que hago en un momento. Después hablamos de cosas intrascendentes hasta que decide irse a dormir. De pronto, se vuelve por el pasillo: “Oye, ¿y esta cajita tan mona?”. Me la regaló un amigo, creí haberla perdido (273). Me la da, la aprieto, me zumban los oídos. De repente me asusta un grito. Es mi hija, se ha encontrado con una cucaracha que se ha metido debajo del fregadero. La tranquilizo, el miedo ajeno ayuda a superar el propio. Le pido que se acueste, ya me ocuparé yo de la cucaracha. Cierra la puerta para que no escape y me pide un vaso de agua (274).
Solo tengo ganas de dormir, pero me inclino y busco la cucaracha. Ya no está. Lleno un vaso de agua y se lo llevo al dormitorio. Se ha quedado dormida. Entro sorteando libros, zapatos, ropa tirada por el suelo. Dejo el vaso de agua en la mesita de noche y aparto un libro abierto bocabajo –El hombre delgado de Dashiell Hammett- (275). Le doy un beso, se rebulle y sonríe.
Ya estoy en mi cama con mi pijama azul. Junto a mí hay 182 folios. En el primero, en mayúsculas, está escrito El cuarto de atrás. Comienzo a leer, el sueño me va ganando. Aparto los folios, los dejo en el suelo, me meto bien entre las sábanas, el brazo derecho bajo la almohada (276). Toco un objeto pequeño, frío. Sonrío. Las estrellas risueñas empiezan a precipitarse. Es la caja dorada (277).