Hace ya algún tiempo, leí el comentario de una antropóloga, profesora de la Universidad a quien uno de sus alumnos preguntó: «¿cuándo apareció el ser humano?». Ella respondió: «Hace 150.000 años». ¿Cómo podía ser tan precisa? Se refirió entonces a unos restos humanos donde se podía apreciar una fractura de tibia que se había regenerado. Esto no hubiera sido posible sin la ayuda de la tribu. Esa compasión, esa empatía, ese deseo de ayudar y preservar la vida permitió a ese ser humano sobrevivir cuando sus circunstancias, en ese ambiente, lo hubieran condenado a muerte porque no podía valerse por sí mismo.
Preservar la vida, para esta antropóloga, era el punto de inflexión a partir del cual se podía afirmar que la especie humana había nacido como tal. No he logrado localizar aquella cita, lo siento, pero sí un artículo publicado en La Vanguardia que ahonda en esta percepción. Aquel no fue un caso único, hay otras muchas evidencias en distintas épocas y lugares. Lo que viene a continuación es un extracto:
“En el registro arqueológico ya hay muestras de individuos que no hubieran podido sobrevivir solos y que si lo hicieron, fue ayudados por la sociedad. En el origen más primitivo del género Homo ya hay algún tipo de cuidado”, señala Robert Salas, arqueólogo y director del Institut Català de Paleoecologia Humana i Evolució Social (IPHES). “El individuo que vivió en Dmanisi, en Georgia, hace 1.8 millones de años, fue alimentado por la sociedad a la que pertenecía. ¿Por qué tomar esos riesgos? ¿Por qué hacer subsistir a personas como esta? Por conocimiento”, añade este experto, que no ha participado en el estudio.
En el origen más primitivo del género Homo ya hay algún tipo de cuidado.”
Robert explica que en aquellas sociedades primitivas el conocimiento residía en personas mayores, que “eran las que recordaban dónde había agua en caso de sequías, dónde encontrar recursos cuando son escasos. Preservaban una información básica para el grupo”.
Que se cuidaran unos a los otros demuestra, para este arqueólogo, que aquellos primeros Homo ya reconocían al otro como ‘un ser especial, que había que mantener vivo. Demuestra un progreso en la concepción de la vida humana”.
Hoy nos enfrentamos a una concepción utilitarista del ser humano. Se nos dice que tenemos derecho a la vida en tanto en cuanto «no causes problemas al sistema». Se pone el foco de atención en el sufrimiento provocado por enfermedades congénitas o degenerativas. La empatía nos hace volver la cara. Nos causa horror pensar en la impotencia de vernos atrapados en un cuerpo que nos impide el suicidio. Se nos induce a pensar que, en ese estado, la muerte es «digna» y es una opción personal. Pero nadie desea la muerte porque va en contra de nuestra programación genética, esa instrucción telúrica de preservar la vida, ese instinto de supervivencia. Lo que de verdad nos repele es la idea del sufrimiento. Hoy hay sobrados recursos para paliar ese sufrimiento, para acompañar en la agonía sin tener que acelerar el desenlace, y hacerlo con la tranquilidad de quien ama. Pero es costoso, no interesa. Tampoco se nos habla del crecimiento personal que supone el cuidado desde el amor que profesamos a una persona. El sacrificio, cuando es por amor, no es sacrificio, es una fuente de aprendizaje porque la enfermedad existe, la muerte también, la vejez es parte del proceso de la vida. Pero se nos enseña a mirar para otro lado, es más fácil acabar, más rápido, más eficaz, más económico. Quizás tendríamos que plantearnos si no habría que prestar ayuda psicológica o simplemente acompañamiento a quien está sufriendo en la soledad, a quien ha sido abandonado porque ya no es útil, ya no es necesario, ya no es sino un estorbo. Porque su imagen nos recuerda que algún día nosotros mismos nos veremos así y eso nos altera el «buen vivir» que se nos ofrece como ideal de belleza y juventud en esta sociedad abonada de egoísmo para el consumo.
Es fácil «comprender» la gracia que supone acabar con el sufrimiento aunque esto suponga acabar con la vida. Pero cruzar esa línea nos deshumaniza. O, si lo preferís, nos animaliza. Es más que probable que lo que comienza siendo una excepción se transforme en norma, que todas las supuestas garantías que ahora acompañan a la cacareada ley de la eutanasia vayan desmoronándose poco a poco en medio de la anestesia social, que mañana otros decidan por ti si ya ha llegado tu momento por cualquier motivo: alzeimer, demencia senil, parkinson o cáncer… ¡Qué más da! Puede que ahorrarse la pensión o no invertir en atención o cuidados paliativos sea razón más que suficiente, y que todos lo comprendamos. O que no sea conveniente preservar la vida de los ancianos porque son ellos quienes conocieron otra forma de vida, que son quienes pueden hablar a sus nietos de que hubo un tiempo en que se caminaba sin mascarilla, donde bastaba un cerveza y una buena reunión de amigos para ser feliz, donde se apagaba la sed bebiendo de cualquier fuente, una época en que el sol calentaba los huesos y las risas eran la mejor terapia contra los sinsentidos de la vida, en que se podía y se vivía sin televisión y se compartían la botellas para beber agua, que no hacían falta tantos coches ni tantos aparatos, que bastaban unas rayas en el suelo y una sonrisa, que los abrazos curaban y los besos expresaban la efusión del amor o del cariño. Quizás, simplemente, no interese que se sepa y vayamos hacia la eliminación progresiva de la memoria ancestral para abonar un nuevo orden mundial donde, ya, el recuerdo, el testimonio de lo vivido, no es sino un estorbo.
