Hay una sección en Diario Córdoba en la que aparecen fotografías de paisajes urbanos, un antes y un después. Son fotografías que nos traen el sabor añejo, que sorprenden por el blanco y negro, los trajes ya en desuso, las miradas sorprendidas o sonrientes ante el objetivo de una cámara novedosa en la época. Pero hay algo que no nos pueden transmitir esas imágenes de añoranza: el sentimiento, los olores y los ruidos, las sensaciones, reuniones de amistad donde se combate el aburrimiento con la lectura, el retrato del funcionario de la Biblioteca «Séneca» en los jardines de los patos -siempre fueron para mí los patos cuando era niño e iba al quiosco a comprar «albejones» para que las palomas tuvieran una excusa con que revolotear en torno a mí y transformar el verde de las copas de los árboles en una nevada de aleteos-.
Este libro me ha devuelto mi niñez. Pasear por una Córdoba dormida en el tiempo, nueva y perenne. Recuperar el sonido del eco de tus pasos por los callejones, o aquel olor a pan recién hecho que te asaltaba cuando cruzabas por delante de aquel palacio del dulce, «La Perla», a la salida del colegio de «La Milagrosa», el único donde había un grifo de agua helada al que nos acercábamos los niños cuando salíamos ya en mayo y junio molestando invariablemente a las dependientas siempre ataviadas con su impecable delantal blanco. O los olores asociados al Corpus, al mayo de la Virgen, al azahar de Semana Santa.
No son estos los recuerdos de Pablo García Baena, son los míos propios. Pero este es el efecto que ha producido el libro en mí. Con una salvedad que lo hace maravilloso: el poder paladear el tiempo pasado desde la exquisita sensibilidad de un poeta como Pablo García Baena. Gracias a don Pablo por habernos permitido compartir sus recuerdos en el marco incomparable de esta ciudad de Córdoba.
José Carlos Aranda Aguilar
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