CÓMO APRENDER A ENSEÑAR (GUÍA PARA PADRES Y PROFESORES ANTE EL RETO EDUCATIVO). Felipe Díaz Pardo, Córdoba, Ediciones Toromítico, 2010.
El título es atractivo para todo aquel que esté empeñado en la labor educativa, pero no refleja el contenido del libro. Me explico. A través de las páginas, el autor realiza un análisis del actual sistema educativo. En este caso, su visión es enriquecedora por cuanto participa de la visión propia como profesor, director e inspector a lo largo de su vida profesional.
En este análisis, se pueden comprobar los puntos débiles, tanto en los alumnos, como en los propios centros, los profesores y los padres. Ni siquiera se salva el propio servicio de inspección. No obstante, si bien todos los problemas relatados en las páginas son ciertos, no están todos. Y, además, sobre los problemas planteados no hay propuestas de soluciones concretas. Seguimos, pues, en el nirvana de los buenos principios por parte de todos sin que sepamos cómo afrontar los problemas inmediatos.
Dicho sea con todo el respeto hacia el autor con quien comparto muchas de las ideas expuestas en su obra: el sistema garantista de derechos (los deberes suelen obviarse por sistema) en la enseñanza puede llevarnos a procedimientos que, en la práctica, obstaculicen el funcionamiento práctico de los Centros (págs. 52-3). Si bien hay que huir de la demagogia, es muy duro, reglamento en mano, aguantar tres meses en el aula desde que un alumno te dio una bofetada hasta que se hizo efectiva la expulsión por falta grave –esta situación, afortunadamente ya ha cambiado con la nueva ley-, fue el tiempo requerido para seguir todos los pasos exigidos y exigibles para garantizar los derechos del muchacho en cuestión. En estos casos, como en otros muchos, el papel que juegan los Jefes de Estudios y Directores de centro es fundamental. Si tienes un Equipo Directivo y un Consejo Escolar operativo respaldando la labor docente, bueno; pero si tienes un equipo que se limita a meter los partes de amonestación en un cajón, sin que haya consecuencias por no enfrentarse a sus convecinos del pueblo, la situación puede ponerse muy dura en el día a día. Con mucha frecuencia hay una conciencia de la integración ante todo que nos pone en situaciones difíciles de resolver (pág. 58).
Pero no se pone el dedo en la llaga en algunos aspectos. Por ejemplo, cuando se nombra el hecho de que los resultados de un Departamento no mejoraran después de contar con más recursos. Estoy de acuerdo en que hay que responder de los recursos de que se disponen, pero no es menos cierto que se pretende que los resultados, año tras año sean cotejables cuando los elementos comparados no son homogéneos. En el proceso de evaluación intervienen dos factores determinantes: alumnos y profesores. Y lo hacen con unas reglas de juego cambiantes: la Ley de Educación que existe en cada momento. Cada promoción es diferente a la anterior, para mejor o peor, los recursos que te han dado resultado un año, pueden no ser los adecuados al año siguiente, hay que realizar pruebas de diagnóstico y tratar de adaptar la metodología a los nuevos alumnos lo que no, necesariamente, ha de traducirse en una mejora estadística de resultados; por otra parte, los profesores con que cuenta un Departamento tampoco son los mismos. Puede que las cifras gruesas –si consideramos el Centro en conjunto, o los alumnos de toda una localidad o provincia- sean indicadores fiables de la evolución; la evolución de los resultados de un departamento de un año a otro, no. Sólo aportaré un dato, durante 12 años, el 60 % de los profesores de los Departamentos de los que he formado parte, era rotativo, no tenía plaza en el Centro. No es ganas de justificar nada, simplemente poner sobre la mesa que no trabajamos con unas constantes sino con variables, no fabricamos tornillos, educamos personas, y esto en un entorno cambiante difícilmente regulable por ley. No son ganas de echar balones fuera, son evidencias.
Echo en falta la necesidad de educar en el esfuerzo por todos los los sectores implicados, incluido eso tan abstracto que llamamos “sociedad en general”. No aparece el concepto por ninguna parte. Se habla de que no es lógico que el profesorado se queje tanto de “carencia de hábitos, […] desinterés, […] deficiencias técnicas instrumentales, […]” y que debe asumir su responsabilidad en el proceso educativo. Estoy de acuerdo con el autor en que, tras esas quejas, muchas veces se esconde la desidia. Pero no puedo aceptar la comparación que se establece en la página 77: “No nos parecería apropiado oír al médico quejarse porque tiene que asistir a pacientes con tal o cual dolencia o enfermedad porque le diríamos que, precisamente, para eso está él, para curar”. Me gustaría ver a ese mismo médico si tuviera que cobrar no por el número de pacientes que atiende en consulta, sino por el número de curaciones que logra. Y esto, sin poder controlar si el paciente toma o no los medicamentos prescritos o sigue las indicaciones que el médico le da. Algo así ocurre con la docencia. Especialmente desde que nos llegó lo de los PIL (Promociona por Imperativo Legal), alumnos en el aula con carencias de aprendizaje “históricas” que saben que hagan lo que hagan, van a pasar de curso sin quitar el plástico a los libros de texto. Explíqueselo usted al médico.
En fin, el libro no está exento de buen sentido del humor: he sonreído con la clasificación que aparece de docentes, un cuadro en el que inevitablemente ves reflejados a compañeros y a ti mismo; me he reído con el capítulo de la participación y cómo puede llegar al absurdo con cifras en la mano; también me ha hecho gracia la reflexión sobre la evolución de lo “políticamente correcto” en esto de la atención a la diversidad; y me he reído con aquello de “El dios informático” y “Por las siglas de los siglos”.
Pero hay mucho de inspector en el libro al hilo de la legalidad. En el apartado de conclusiones hay algunas ideas más que discutibles. Está claro que los profesores, como cualquier colectivo profesional, debe adaptarse a los nuevos tiempos: lo que está también claro es que eso no significa bailar como marionetas al son de nuevas “pedagogías” impuestas por Decreto Ley que continuamente están reinventando algo tan antiguo como la educación. Y digo reinventar porque buena parte del mérito consiste en rebautizar palabras para decir lo mismo sin que nadie lo entienda -¿qué diferencia hay entre currículo y programación, y entre implementación y aplicación? ¿Por qué, entonces, esa manía de cambiar nombres?-. Cuando te lo hacen tres veces, pierdes el interés; tanto más cuanto tampoco ves que tenga un desarrollo práctico útil –digo yo que quizás una posible solución sea que los alumnos que no quieren estudiar, puedan prepararse en otras materias y habilidades que los capaciten para el mundo profesional sin necesidad de empeñarnos en que estudien lo mismo que los demás pero a otro ritmo y en la misma clase, por ejemplo-.
Una afirmación categórica es “[…] no he visto todavía a ningún docente al que defender la anterior postura inmovilista le suponga mayor esfuerzo y dedicación en su práctica diaria. Al contrario, quien defiende dicha actitud es el profesor de escasos recursos, el que muestra poco interés por sus alumnos y emplea el tiempo justo en sus obligaciones.” No se puede discutir que el autor “no haya visto a ninguno así”, la experiencia personal no es discutible. Si quiero romper una lanza por quienes defienden una enseñanza tradicional –que no inmovilista- entendiendo que prepara mejor al alumno para sus estudios posteriores y para la vida. Tampoco comparto la idea de que sea una forma de “hacer menos”, hay quien efectivamente responde al perfil descrito, es así, los conozco; pero otros corregimos, leemos, preparamos mucho fuera del horario escolar para que se diga que es una postura cómoda y no requiere esfuerzo. También puedo mencionar anécdotas de profesores apóstoles de las nuevas tendencias que bajo este epígrafe se dedican a “entretener” a los niños sin dar palo al agua, que de todo hay en la viña del señor –también esta tipología de profesor está recogida por el autor en la relación correspondiente-. Entiendo que lo que se ha hecho es una interpretación muy parcial. Lo siento.
Tampoco estoy de acuerdo con que el criterio de adaptación a los nuevos tiempos sea el criterio de “utilidad” salvo que antes se defina qué entendemos por utilidad o ser útil por ser funcional: “Los profesores deben adaptarse a los nuevos tiempos. Sus enseñanzas, para ser útiles y no ser cuestionadas por sus discípulos tendrán que ser funcionales, habrán de servir para algo, en definitiva”. El atletismo no prepara para encestar canastas ni para meter goles, pero a través de él desarrollamos potencia, agilidad, velocidad, coordinación, cualidades todas ellas necesarias y que podremos aplicar posteriormente a golpear una pelotita con un palo, a encestar una pelota, o a dar puñetazos. ¿No sirve trabajar para aumentar el léxico, nuestra capacidad de expresión oral y escrita? ¿Ya no sirve saber conjugar un verbo o saber las formas del pronombre personal en español? ¿No sirve trabajar con números para desarrollar nuestra capacidad de cálculo? ¿Ya no hay que saber la tabla de multiplicar porque existan calculadoras? ¿Trabajar la música para disfrutar a conciencia de lo que oímos?, etc. ¿En qué consiste este criterio utilitarista? ¿Habilidades que nos acerquen al mundo laboral?
Es cierto que nuestra labor va más allá del mero hecho de transmitir unos conocimientos, pero, ¿rechazar los conocimientos por ser “poco útiles”? Los conocimientos son los que nos aportan criterios para discernir, precisamente, aquello que es útil de aquello que no lo es. Y, este va a ser uno de los grandes problemas de futuro: una ingente cantidad de información, pero escasa o nula capacidad de discernir por falta de criterio por ausencia de conocimientos básicos en las distintas áreas.
Es un buen libro, descriptivo de la situación en los centros y elaborado desde una visión de altura y muy bien informada. No obstante, no veo que se coja al toro por los cuernos ni que se propongan soluciones. En este sentido, una última reflexión: en tanto que no existan controles externos de nivel académico –antiguo ingreso, o reválidas- sin que ello tenga que condenar al alumno, no podremos hacer un seguimiento del trabajo efectivo que se está haciendo en los distintos centros educativos. Mientras no exista una prueba de nivel en tercero de Primaria, por ejemplo, no podemos saber si los profesores en ese Centro están realizando correctamente su trabajo para poder incidir en él y corregir los errores que se estén cometiendo. Y digo esto porque, ante la ausencia de este tipo de pruebas –hoy sólo dos, a final de Primaria y en Segundo de la ESO de donde se extrae el famoso informe PISA que año tras año nos saca los colores-, habrá Centros que sistemáticamente aprueben a sus alumnos sin hacer sus deberes, camuflando detrás de aprobados generales una desidia absoluta hacia la formación de aquellos cuya formación se les tiene encomendada. Y digo esto porque los conozco y los sufro. Esto, hoy, no se controla. Si no controlamos la cadena en el proceso de formación, nunca podremos corregir errores. En ese sentido, creo que el título no refleja correctamente el contenido.
José Carlos Aranda Aguilar