EL CORREDOR DE BOLSA
Me he venido a Madrid este fin de semana en visita cultural. Madrid es fascinante y es una de las pocas ciudades grandes en la que, a pesar de sus dimensiones, de su movimiento, de su celeridad ruidosa… me siento como en casa. Mis alumnos de segundo de bachillerato me pidieron que viniera con ellos, son buenos alumnos, no supe decir que no; y allí me teníais con ellos a las cuatro de la madrugada para viajar en un autobús noctámbulo a través del desierto en penumbra de La Mancha, como en una metáfora de Borges, que nos llevara desde el califato Omeya al imperio de los Austrias.
Viajamos dos profesores con dos grupos de 2º y 1º de Bachillerato. La primera visita concertada fue a la Bolsa. ¡Qué magnífico palacio! Durante el recorrido una guía, estudiante en prácticas, nos fue explicando la simbología de cada elemento, los escudos de las ciudades y provincias en las molduras; las dos serpientes enroscadas en el báculo con la boca abierta; el viejo reloj del centro del parqué cuya cuarta esfera es un barómetro que se rompió cuando lo limpiaban y allí quedó marcando el tiempo variable como un simbolo de la volatilidad de los valores que cada pocos segundos alteraban los paneles con ese ruido metálico de aleteo artificial tan característico…; pudimos ver representadas Cuba y Filipinas, y constatar la ausencia de Córdoba entre los escudos reseñados -mi pequeña Córdoba siempre olvidada en el tiempo, en la memoria, en los espacios, en la nebulosa de la ignorancia… no me quejo, quizás ello la haya conservado congelada en el tiempo y nos permita entregar el presente de esa fotografía en sepia a nuevas generaciones más hábiles en la razón y en el gobierno-… Fue en el pasillo de los fisgones, en la planta alta, cuando la guía nos hizo reparar en algunos viejos -hoy diríase correctamente señores de la tercera edad- que aún deambulaban por el parqué. Alguno aislado se entendía contra su ordenador portátil ofreciendo una imagen anacrónica, otros se agrupaban inopinadamente frente a un escritorio, sentados, conversando entre sí sin apartar los ojos de los paneles que iban y venían amagando cambios en cifras que solo sus ojos expertos, imagino, lograban precisar… otros ensimismados, alcanzaban una transparencia casi fantasmal de pies arrastrados como si cargaran con las cadenas invisibles de no sé qué castigo. Nos explicó que eran agentes y corredores de bolsa, que ya no tenían por qué acudir al parqué, que hoy todos los datos podían consultarse en tiempo real desde tu casa abriendo la pantalla del ordenador, que el cierre de las operaciones se realizaba «on line». Pero que se resistían a abandonar la rutina, el ambiente, el edificio… yo sé que se niegan a abandonar el espacio que los ata a su existencia, a sus recuerdos, al sentido de una vida que queda impreganda en los lugares que nos han vivido. Su espíritu sigue buscando el rastro de aquella energía que un día lo fue todo por si alguna migaja hubiera quedado atrás y aún pudieran encontrarla y aún pudieran traerla y usarla en este etapa de sus vidas.
«Son profesionales de la bolsa, de los que vivieron la época en que la compra-venta de acciones debía cerrarse a gritos y solo en diez minutos. Podéis preguntarles lo que queráis ahora cuando bajemos, pero tened cuidado porque pueden llegar a ser pesados», nos advirtió la guía desde su dinámica juventud condescendiente. Sus cabellos blancos, chaquetas y corbatas, el mapa de sus vidas dibujado en cada arruga de la cara hace de ellos auténticos «tipos» en el sentido romántico del término.
Cuando acabamos de visitar este magnífico edificio, nos demoramos en el exterior para esperar al segundo grupo. Estábamos charlando tranquilamente al pie de las escaleras cuando salió uno de ellos, setenta años, mediana estatura, pelo cano y chaqueta. Nos dijo ser de Córdoba y ello dio motivo a los clásicos saludos y a la conversación. Una de las alumnas le pidió hacerse una foto junto a él en la puerta del edificio, con las escaleras y las columnas de fondo. Un recuerdo. Él declinó la oferta, era un hombre conocido, que salía en televisión. Reconozco que no soy asiduo a los programas de economía, no me sonaba la cara, tampoco a ninguno de los presentes. Mientras decía esto, guardaba con su mano izquierda la etiqueta identificativa en el bolsillo superior de su americana. No comprendí el gesto en ese momento, pero no fue un gesto inocente. Con el clima optimista de una visita cultural y sin otra cosa mejor que esperar, pusimos una sonrisa en la cara.
La sorpresa no se hizo esperar. Tras preguntar lo típico de dónde éramos, que qué estaban estudiando… comenzaron las lecciones. Lo curioso es que estas lecciones no versaron sobre economía sino sobre la purga de su conciencia en una sesión intensiva de adoctrinamiento. Franco fue nombrado sistemáticamente como el dictador, Rajoy era un maricón, el enano del bigote -expresidente Aznar- tenía una finca de señorito de diez mil millones de euros en Andalucía, Arenas andaba por aquí abajo con tres queridas, y el Papa Benedicto XVI era un mariconazo declarado. Debíamos estar muy atentos porque sus opiniones sobre inversiones valían mucho dinero -aunque no hubo ni una sola opinión expresada al respecto salvo que todo era mentira y que las multinacionales eran las que movían el cotarro-, que las «gordas» hacían cola en su despacho por oírle, que por muy mal que las tratara siempre volvían con más gordas… que él sabía de lo que hablaba que… Y lo curioso es que después de este rosario de impertinencias -entiéndase aquello que no es «pertinente»- que, cuando menos, hacía prever un talante liberal en nuestro «orador», adalid de la tolerancia democrática, una mente abierta aunque tuviera la cumbre nevada… nuestro buen corredor de bolsa se dirigió a una de las alumnas indicándole «tápate los pulmones» -al parecer el escote era excesivo para el decoro de nuestro personaje-, después se dirigió a otra para decirle «quítate esos pendientes, las perlas solo las llevan los pijos fachas» -sin reparar en que cuatro de las alumnas presentes llevaban perlas- y, para terminar, se dirigió al que suscribe para indicarme «Y tú «guapito» a ver si les enseñas lo que es la vida». No contento con el espectáculo, finalizó con una afirmación contundente por escandalosa: «Yo mismo soy hijo de un obispo». «¿De un obispo?» -le interpelé. «En realidad, de un cardenal. Me costó veinte años averiguarlo». Doy gracias a Dios por no haber insistido en mi pregunta o mucho me temo que hubiera acabado siendo hijo del mismísimo Ratzinguer. En lugar de esto, opté por pinchar el globo con una salida humorística: «Pues no le salió Ud. muy morado».
Nos separamos con una mezcla de honda tristeza y de enorme orgullo. Una honda tristeza porque existan seres como éste que sin encomendarse a Dios ni al diablo permiten que sus sentimientos anulen su juicio. Son personas que han hecho del fundamentalismo su bandera hasta el punto de impedir a su inteligencia una mínima lectura de la realidad. Personas incapaces en su obcecación del más mínimo decoro por prudencia cuando te encuentras entre desconocidos. Personas que no otorgan la oportunidad a los jóvenes de explorar la realidad sin prejuicios ofreciendo como ciertas afirmaciones sesgadas, intencionadas, no contrastadas y falsas. Que hurtan a los jóvenes la ilusión de confiar en que con esfuerzo y con trabajo pueden lograr un futuro mejor para ellos, para nosotros, para sus hijos. Que condenan a esos jóvenes a la desilusión del inmovilismo parcial y tratan de inyectar en sus corazones un odio trasnochado. Mi enorme orgullo venía de mis alumnos que supieron estar a la altura con una sonrisa en el rostro, cada uno desde sus ideas tan variadas, sin entrar al trapo de tanta tontería acumulada sin previo aviso, que demostraron una educación y una madurez que superaba con mucho a la del viejo corredor de bolsa. «¿Por qué no le constestó? Usted hubiera podido» me preguntó un alumno. Pero contra la estupidez no sirven los argumentos y en el arte de gritar los tontos, los imbéciles y los estúpidos nos llevan ventaja porque, en eso, tienen mucha más práctica.
El corredor de bolsa, con su identificación en el bolsillo de su americana, se alejó renqueante por la acera. Lucía el sol, estábamos de excursión, era un día maravilloso. No iba a dejar que un cantamañanas nos aguara algo tan precioso. Le estoy agradecido, me permitió ofrecer a mis alumnos una lección de las que no se aprenden en el aula, no es más fuerte quien más habla ni quien más grita, sino quien es consciente de sus principios y sus convicciones, porque eso le permite caminar tranquilamente entre los megáfonos de los simples. Este personaje trasnochado que guardó su identificación en el bolsillo superior de su americana no debe preocuparse, aunque hubiera conocido su nombre jamás lo hubiera nombrado, siempre he creído que el ser cretino no es una cualidad merecedora de la notoriedad.
Continuamos las visitas culturales, nos esperaba el museo Reina Sofía. Lucía un sol espléndido y era un día maravilloso para pasear por Madrid.
José Carlos Aranda Aguilar
Postdata: Pido disculpas a los «Agentes de Cambio y Bolsa», evidentemente no identifico la estupidez con la profesión y dudo mucho que alguien que ha trabajado tanto para poder aprobar esas oposiciones pueda ser identificado con el personaje aquí retratado. He usado el término «corredor» más en el sentido sajón y coloquial, un correveidile que ha engrosado su cuenta y su cintura aprendiendo el arte de la especulación tras una mesa bien barnizada en un despacho de lujo con nombre rimbombante para atrapar incautos confiados de los que vive y a los que, al parecer, odia. Que de todo hay.
Esto me evoca a una frase de mis favoritas que Mafalda:
Sres de negocios trajeados:
A: – ¡Cambiar el mundo!… ¡jah! ¡Cosas de la juventud!
B: – También yo cuando era adolescente tenía esas ideas, y ya ve…
Mafalda a sus amigos: – ¡Sonamos muchachos! ¡Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que le cambia a uno!
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