Hoy me despierto con la noticia en prensa: «Agreden a un profesor en pleno patio del IES Fuensanta», titula ABC; «El hermano de una alumna amenaza y golpea a un profesor», titula el Diario Córdoba de 15 de junio de 2012. Al parecer, el único motivo que había dado este profesor fue impedir la entrada a clase de una alumna absentista. Los hechos resultan coincidentes en los dos medios: el agresor saltó la valla para «colarse» en el Instituto. Dio una patada al profesor para llamar su atención. «Está claro que quería armar jaleo porque si no, se hubiera dirigido a mí en la calle», dice del profesor agredido. Le preguntó si sabía quién era él, si tenía algo contra su hermana, lo amenazó con una navaja y le propino un puñetazo en la cara cuyas huellas de vergüenza pueden aún apreciarse en el rostro fotografiado en Diario Córdoba.
Sé que los moratones desaparecerán del rostro de Antonio, lo que no sé es si la humillación llegará algún día a desaparecer de su alma. Antonio no respondió la agresión. Se dio la vuelta «…porque soy un profesor y se supone que no puedo entrar al trapo sino dar ejemplo».
Quizá lo grave no sea el hecho en sí, sino las circunstancias y el entorno que propician este tipo de actuaciones. En el relato leemos cómo mientras se producía la agresión un coro de alumnos rodeaban el incidente jaleando la violencia al grito de «mátalo, mátalo». No sé si además veremos el incidente convertido en espectáculo esperpéntico en Youtube o algo parecido grabado con algún móvil de última generación que familias, que no pueden permitirse comprar libros de texto, regalan a sus hijos para que estén en la onda.
Cuando se habla de calidad de la educación, de plataformas de profesores indignados, de la defensa de la educación pública, no se habla de la dignidad de la profesión. Muchos de nosotros aspiramos simplemente a hacer bien nuestro trabajo. Nos gustaría poder llegar al corazón de todos los jóvenes que pasan por nuestras manos. No podemos. Hay algo que nos lo impide. Hemos creado una sociedad en la que todo son derechos pero nadie habla de obligaciones, ni de responsabilidad, ni del respeto debido a la edad, las canas, el cargo, el oficio. Los medios de comunicación, por intereses meramente políticos, cargan las tintas en que somos unos perros que no merecen ni el pan que comemos, que no trabajamos, que solo sabemos quejarnos… que somos funcionarios. Pero nadie habla de que la escuela pública es la única garante de la igualdad de oportunidades, que es un privilegio que todos los niños puedan acudir a los medios de formación, que es una inversión de futuro. Esta inversión de futuro merece el mimo, el cuidado, el cariño, el aprecio de la sociedad. Y merece partir de una premisa: nadie tiene derecho a sustraer el futuro de quien acude a su clase buscando la superación a través del esfuerzo. Esos alumnos que año tras año vegetan en las aulas con la connivencia de las familias. Que palían el aburrimiento con el insulto y la violencia en la más completa impunidad transformando la clase en un campo de batalla, impidiendo el más mínimo aprovechamiento del tiempo, con el respaldo de una Administración y una normativa que propicia este tipo de actitudes, merecerían un trato mucho más contundente y clarificador.
Mientras que no existan consecuencias claras y contundentes a este tipo de actuaciones por parte de la Administración y la Justicia, mientras que la sociedad en pleno no condene estas actitudes, mientras no exista el más mínimo respeto, estaremos creando una sociedad falsa en la perversión de un buenismo falaz que impide la regeneración a los mismos afectados.
Funciona la amenaza y la violencia. Mañana entraré en el aula y me cuidaré muy mucho de impedir que un alumno entre en clase, o encienda su móvil, o utilice el ordenador para jugar en lugar de para trabajar, o dé voces, o me grite «…porque no me sale del coño» -anécdota real- no sea que pueda algún hermano, algún padre o amigo, algún novio, estar esperándome en la salida para «rajarme».
Soñaba con «educar», con conducir a los estudiantes en la formación para ayudarlos a convertirse en ciudadanos responsables y útiles para sí mismos y para la sociedad. Hoy solo sueño con sobrevivir. ¡Qué pena, que actitudes como esta cercenen las posibilidades de futuro de tantos jóvenes!
Y para ti, Antonio, solo decirte que hoy tú somos todos los profesores. Solo desearte que encuentres algún rincón en tu corazón que te anime a seguir adelante sin desmayar, sin renunciar a lo que un día fue tu sueño por culpa de un insensato que te ha hecho diana de sus propias frustraciones. ¡Ánimo!
José Carlos Aranda
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