CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Ningún resumen puede sustituir el placer de la lectura de un buen libro. Mucho menos el de una obra maestra que nos permite recrear el sinsentido de una muerte trágica por absurda. Sírvanos, simplemente, para recordar personajes e hilo narrativo, ambientación y estilo antes del examen.
José Carlos Aranda
RESUMEN:
Santiago Nasár se levantó esa mañana a las 5:30 para ir a esperar el buque del Obispo. Estaba de buen humor a pesar de la resaca de la boda del día anterior. Yo estaba entonces descansando en el regazo de María Alejandrina Cervantes cuando me despertaron las campanas tocando a rebato.
Esa mañana, como iba a ver al Obispo, Santiago se vistió de blanco y dejó la pistola en la mesita de noche. De haber ido a su finca de El Divino Rostro se hubiera vestido de caqui, con botas y hubiera salido armado con su 357 magnum. La madre lo recuerda tomándose una aspirina mientras le contaba un sueño con árboles en el que ella no advirtió el peligro. Santiago era hijo único de un matrimonio de conveniencia, alto, de ojos árabes y pelo rizado como su padre, muerto 3 años antes. Tenía 21 años y un carácter alegre, pacífico y de corazón fácil.
Aunque sabía que el Obispo no se bajaría, le encantaban los «fastos» de la Iglesia, los consideraba un espectáculo. Así que se despidió de la madre con un saludo y se marchó sin paraguas en contra de las recomendaciones de la madre.
Victoria Guzmán estaba en la cocina preparando unos conejos. Allí, Santiago masticó otra aspirina mientras observaba a las mujeres. Divina Flor, hija de Victoria, le sirvió su café con alcohol de caña. Él le agarró la muñeca cuando fue a retirarle la taza: «Ya estás en tiempo de desbravar». Pero la madre lo amenazó con el cuchillo. Había sido en su época amante del padre y no quería que su hija repitiera la misma historia. Santiago sintió horror viendo cómo Victoria arrancaba las vísceras a los conejos para arrojárselas a los perros, era una premonición. Entonces sonó la sirena del barco.
Ibrahim, el padre, compró un antiguo depósito de mercaderías para construir su casa. Abajo había un salón, las habitaciones del servicio, la cocina y las cuadras. Una escalera de caracol recuperada de un naufragio comunicaba con la planta alta. Allí donde en su día estuvieron las aduanas hizo dos amplios dormitorios y camarotes para los hijos que esperaba. Además había un balcón que abría a la plaza. La puerta de atrás la dejó con más alzada para entrar a caballo y era la que se usaba habitualmente. La delantera solía permanecer cerrada con una tranca. Sin embargo, allí fue donde lo mataron.
Aquella mañana salió por la puerta principal porque iba bien vestido. Victoria sabía que lo iban a matar, se lo había dicho una mujer que llegó pidiendo leche por caridad. Creyó que eran habladurías de borrachos o, quizás, en el fondo deseaba que lo mataran. También su hija lo sabía, pero no dijo nada porque cuando lo acompañó a la puerta le echó mano a sus partes y estaba muerta de miedo. Ni ella ni él vieron, entonces, el papel que había en el suelo.
Los almendros estaban en flor y la plaza mostraba los restos de la parranda de la boda, guirnaldas y botellas vacías. En el único negocio abierto, la lechería de Clotilde Armenta, lo estaban esperando los hermanos para matarlo, pero en ese momento estaban dormidos. Eran Pedro y Pablo Vicario, dos gemelos de 24 años, de catadura espesa pero de buena índole. Aún llevaban los trajes pardos de la boda y parecían cansados, aunque se habían afeitado. No habían parado de beber, pero no estaban borrachos. Cuando salió Santiago se despertaron y agarraron los cuchillos, pero Clotilde los detuvo, «Déjenlo para después, por respeto al Obispo», y lo dejaron ir casi con lástima.
El barco a vapor en que venía al Obispo pasó de largo a pesar del recibimiento que le habían preparado, de la gente en el muelle, la madera y los gallos -le encantaba la sopa de crestas de gallo-. El Obispo estaba en la baranda alta con sotana blanca, el barco soltó un silbato con vapor que los empapó, hizo una señal de la cruz y desapareció. A pesar de esto, Santiago Nasar estaba de buen humor, empeñado en calcular los gastos de la boda, según Cristo Bedoya. Era la más grande que se había visto en el pueblo y Santiago quería que así fuese la suya. Margot, hermana de Cristo, no pudo evitar sentir envidia de Flora de Miguel, novia de Santiago, se llevaría el mejor partido. Al final, lo invitó a desayunar como siempre que había «caribañolas de yuca». Él quedó en cambiarse de ropa y regresar a desayunar. Eran las 6:25. Margot insistió, pero Santiago continuó camino de la plaza con Cristo Bedoya, tenía que cambiarse de ropa para ir después a la finca a castrar terneros.
Don Lázaro Aponte, coronel y alcalde, y el padre Carmen Amador, también lo sabían, pero no creían que corriera peligro. Margot era una de las pocas que no lo sabía, ella lo habría evitado. Tampoco lo sabía su madre, una mujer que sin salir de casa siempre andaba enterada de todo. Margot fue a recibir al Obispo y fue al regresar a su casa cuando se enteró: Ángela Vicario, la muchacha que se casó el día anterior, había sido devuelta a casa de sus padres porque no era virgen. Los hermanos andaban buscando a Santiago para matarlo. Corrió a su casa para contárselo a su madre. Aunque su madre era madrina de Santiago, también estaba emparentada con Pura Vicario, pero no dudó en vestirse para ir a avisar a Plácida Linero, madre de Santiago, porque «siempre hay que estar de parte del muerto». Salió corriendo llevando solo a su hijo Jaime de 7 años, el único que estaba vestido para ir a la escuela. Caminaba maldiciendo a todos los hombres. No llegó a tiempo.
(FIN DE CAPÍTULO I, SIN EPÍGRAFE PERO ESPACIADO)
Bayardo San Román tenía 30 años cuando llegó al pueblo. Con muy buena planta y muy bien vestido, tanto que parecía marica, afirmó Magdalena Oliver que vino con él en el barco. Era raro según la madre del narrador. Decía andar buscando con quien casarse. Dio a entender que era ingeniero de trenes y sabía usar el telégrafo. También era amigo de juergas, pero sabía beber, terciaba en los pleitos y no gustaba de juegos de manos. Derrotó nadando a todos los del pueblo y el dinero no le preocupaba. Además, ayudaba a misa en latín -dejó de decirse misa en latín tras el Concilio Vaticano II en 1965-. Así, poco tardó en ganarse la simpatía de la gente.
A mí me pareció triste al conocerlo, aunque ya entonces había formalizado su relación con Ángela Vicario. Estaba Bayardo sesteando en una hamaca en la fonda para hombres cuando Ángela atravesó la plaza con su madre, ambas de luto. Preguntó quién era y se limitó a decir «Cuando despierte, recuérdame que me voy a casar con ella». Se vieron por primera vez en la fiestas patrias. Ella estaba en la verbena encargada de la rifa. Bayardo le preguntó cuanto costaba la ortofónica con incrustaciones de plata -tocadiscos empotrado en un mueble de madera-. No estaba a la venta, era para la rifa; «mejor, así me saldrá más barato». Compró todos los números y se la envió a su casa como regalo de cumpleaños. Ángela no sabía cómo podía haberse enterado de que era su cumpleaños, pero no podía aceptar un regalo público sin dar a entender lo que no era. Mandaron a los mellizos, Pedro y Pabo a devolver el regalo. Aparecieron al día siguiente borrachos, con la ortofónica y con Bayardo del brazo.
La familia de Ángela tenía pocos recursos. Poncio, el padre, era orfebre de pobres, tenía la vista agotada. Purísima del Carmen, la madre, fue maestra pero dejó el oficio al casarse para dedicarse íntegramente a su casa. Las dos hijas mayores estaban ya casadas. Además de los gemelos y Ángela, tuvo una hija que murió de fiebres crepusculares. Educó a las niñas para casarse y las hizo expertas en labores y en el culto a la muerte. Solo les reprochaba su costumbre de peinarse por las noches antes de dormir: «No se peinen que retrasan a los navegantes». Estaba orgullosa de ellas, harían feliz a cualquier hombre porque «…han sido educadas para sufrir». Ángela era la más bella, pero pobre de espíritu, tanto que parecía desvalida, por eso Santiago la llamaba «la boba».
La propuesta de matrimonio de Bayardo fue celebrada de inmediato, si bien, Pura Vicario exigió que se identificara claramente al forastero del que nada se sabía. Bayardo San Román respondió trayendo a su familia. Padre, madre y sus dos hermanas perturbadores llegaron en un Ford T con placas oficiales. La madre, Alberta Simonds era una mulata de Curaçao, tan hermosa que ganó un premio en su juventud. El padre resultó ser el general Petronio San Román, un héroe de la guerra, conservador, famoso por haber logrado poner en fuga al coronel Aureliano Buendía. Todos lo reconocieron por sus espejuelos de oro, su traje, su medalla al valor en la solapa.
Pero Ángela no quería casarse «me parecía demasiado hombre para mí». Ni siquiera trató de seducirla, sedujo a su familia. Pero la familia se lo había impuesto porque no tenían derecho a despreciar un premio del destino y «…también el amor se aprende». El noviazgo apenas duró cuatro meses, lo indispensable para que acabara el luto. Bayardo se ocupó de todo, compró la casa más hermosa, la que más le gustaba a ella, la del viudo Xius. El viudo no quería venderla por nada, pero le ofreció una cantidad tan desorbitada que acabó aceptando para su desgracia (10.000 pesos). Dos años después, moriría de dolor al decir del doctor Dionisio Iguarán.
Nadie podía imaginar que Ángela Vicario no fuera virgen. Iba a contárselo a su madre cuando las amigas la disuadieron asegurándole que entre el nerviosismo, la torpeza y la borrachera de los hombres, no había de qué preocuparse, solo tenía que manchar las sábanas para que pareciera.
A Bayardo todo lo parecía poco para su boda, incluso quiso que oficiara la boda el propio Obispo. Acabó siendo la mayor celebración que había visto nunca el pueblo. La familia del novio llegó en un barco con los invitados y tantos regalos que hubo que habilitar un local para exponerlos. Al novio le regalaron un coche convertible y a la novia un estuche de cubiertos de oro. Hubo que rehabilitar la casa de la novia para la celebración incluido el patio con las cochineras. También hubo que tirar las cercas y añadir los patios de las casas vecinas para tener sitio donde bailar.
El novio llegó dos horas tarde, y la novia no empezó a arreglarse hasta que llegó porque, de no presentarse, hubiera sido una vergüenza horrible para ella. Pero jugó sus cartas hasta el final y vistió velo con azahares.
Santiago Nasar actuó en todo momento como si todo aquello no fuera con él, calculó que solo en la iglesia, en flores, se habían gastado en la boda el equivalente a 14 entierros. A Santiago no le gustaban las flores cerradas porque le recordaban la muerte, me dijo que no quería flores en su funeral, no sabía que tendría que organizarlo el día siguiente. Cuando se encontró con Bayardo San Román le dijo que llevaría gastados unos 9.000 pesos, el novio confirmó la cifra y afirmó que estaban empezando y que al final saldría más o menos por el doble. La vida le alcanzó para confirmar que así fue con los últimos datos que dio a Cristo Bedoya a la mañana siguiente.
A mi memoria acuden retazos sueltos de la juerga: pedí en matrimonio a Mercedes Barche en medio de la borrachera; el viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en medio del patio donde todos tropezaban con el pobre ciego, que miraba sin ver a todas partes contestando preguntas que no le habían sido formuladas.
La parranda continuó después de que marchara el buque a las 6:00, se lanzaron cohetes y por fin los novios se marcharon a la villa. Ya hacia la media noche la gente comenzó a dispersarse y solo quedó abierto el negocio de Clotilde Armenta. Me marché entonces con mi hermano Luis Enrique, con Santiago y con Cristo Bedoya a casa de María Alejandrina Cervantes donde estuvimos brindando y cantando, entre otros, con los hermanos Vicario.
Pura Vicario se acostó a las 11:00 y ya estaba profundamente dormida cuando dieron tres toques en la puerta. Cuando abrió Bayardo San Román adelantó a su hija tomándola del brazo: «Gracias por todo, madre. Usted es una santa». Ángela contó como su madre estuvo golpeándola durante dos horas con tanto sigilo que nadie se despertó. Llamó a los gemelos y, cuando la interrogaron, ellá dijo que fue Santiago Nasar.
(FINAL DEL CAPÍTULO II)
Los hermanos Vecario alegaron «homicidio en legítima defensa del honor» y el tribunal lo aceptó. Esa fue su única defensa desde que se entregaron en casa del cura con gran dignidad. Estuvieron 3 años en el panóptico (edificio carcelario) de Riohacha por no poder pagar la fianza. No se arrepintieron de lo hecho, aunque se diría que hicieron lo posible para que alguien se lo impidiera. Dijeron que comenzaron a buscarlo por casa de María Alejandrina Cervantes, pero eso no era cierto porque ella no los hubiera dejado salir de allí. Luego se fueron a esperar frente a la casa al único lugar abierto, el negocio de Clotilde Armenta, a pesar de que todos sabían que Alejandro entraba y salía a su casa por la puerta de atrás. Fue una fatal casualidad que aquel día lo hiciera por la puerta de la plaza.
Cuando Ángela pronunció su nombre, los hermanos fueron a por sus mejores cuchillos de descuartizar y los afilaron en el mercado. Allí Faustino Santos y otros testigos recuerdan cómo dijeron que iban a matar a Santiago Nasar, pero nadie les hizo caso pensando que eran «vainas de borrachos». El ser matarifes no tenía por qué predisponerlos hacia la violencia. La mayoría no eran capaces de mirar a los ojos a la res o comer su carne después de sacrificarla. Y, aunque los hermanos Vicario criaban a sus propios cerdos, les ponían nombres de flores. Al preguntarles por qué pensaban matarlo, se limitaron a responder que «él sabía por qué». Ante la duda, Faustino se lo dijo al policía que iba por las mañanas a comprar hígado para el desayuno del alcalde.
Clotilde Armenta y su marido Rogelio de la Flor no habían cerrado aquella noche el negocio porque no dejaban de entrar gente de la boda. Cuando llegaron los mellizos eran las 4:10 y les vendió una botella de aguardiente que se bebieron del tirón, y una segunda botella que bebieron despacio, ya acomodados, sentados y quitándose las chaquetas. Mirando hacia la casa de Santiago preguntaron por él, le dijeron que iban a matarlo y que él sabía por qué. Cuando se lo contó a su marido no le dio importancia. Al regresar al mostrador, los hermanos conversaban con el agente Leandro Pornoy a quien también se lo contaron y que informó al coronel Lázaro Laponte mientras éste se vestía para recibir al Obispo. En el desayuno, su esposa le contó cómo Bayardo San Román había devuelto a su esposa. A las cinco se dirigió a la plaza y otras tres personas lo informaron por el camino. Cuando llegó donde Clotilde no los encontró tan borrachos como creía, pensó que se trataban de simples bravuconadas y se limitó a quitarles los cuchillos. Tendría que haberlos arrestado, pensaba Clotilde, para «…librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les había caído encima». Pero no se arresta a nadie por sospechas, y creyó haber acertado cuando más tarde vio tranquilamente a Santiago en el puerto esperando al Obispo.
Se lo habían dicho ya a tanta gente que Clotilde pensaba que a esas alturas era imposible que Santiago Nasar no hubiera sido advertido. No obstante, mandó recados a todas partes. Al rato, los hermanos regresaron con otros dos cuchillos de matanza. También estos los habían afilado, pero Faustino Santos, el carnicero, creyó que era cosa de borrachos porque seguían gritando sus intenciones. Sin embargo, ahora Clotilde los veía menos decididos, se veía que habían discutido entre ellos. No es de extrañar porque tenían distintos caracteres. Pablo era más imaginativo y resuelto; Pedro, más sentimental y autoritario. Había hecho el servicio militar, del que regresó con vocación de mandar y con una blenorragia (enfermedad de transmisión sexual provocada por una bacteria) que resistió todos los remedios. Solo en la cárcel conseguirían curársela. Quizás por eso y por su cicatriz de herida de bala, Pablo lo admiraba. Fue Pedro quien decidió matar a Santiago, pero quiso dejar el asunto cuando el alcalde les quitó los cuchillos. Fue entonces Pablo quien tiró adelante y fue a por los otros dos cuchillos mientras Pedro agonizaba tratando de orinar, media hora sentado con los pantalones bajados, cambiándose la gasa. Pero el hermano lo interpretó como una maniobra de dilación, así que arratró tras él.
Al pasar por casa de Prudencia Cotes, novia de Pablo, entraron a tomar café. Ella no trató de disuadirlos, «…no solo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre». De hecho, lo esperó hasta que salió de la cárcel y se casó con él.
Cuando regresaron a la tienda, Clotilde les sirvió un botella de «gordolobo de vaporino» con la esperanza de rematarlos. Fue entonces cuando Pedro Vicario le pidió útiles para afeitarse. Le dio los de su marido, pero no usó la cuchilla, sino el cuchillo, una machada, costumbre de su época de militar. Pablo también se afeito, con la cuchilla. Entretanto, algunos curiosos entraron a fisgonear.
María Alejandrina apagó el negocio a eso de las tres para darle descanso a sus mulatas, llevaban tres días trabajando sin descando. Fue ella la que arrasó con la virginidad de aquella generación regentando su casa de citas. Santiago Nasar perdió por ella la cabeza, tanto que el padre tuvo en encerrarlo más de un año en El Divino Rostro para que se le pasara la fiebre, pero aún así siguieron con un vínculo especial y ella no se acostaba con nadie cuando él estaba presente. Cuando cerró, Santiago propuso dar una serenata a los recién casados y allí fuimos y tiramos cohetes. No se nos ocurrió que entonces ya no hubiera nadie en la casa, estábamos ajenos a aquella desgracia.
Santiago regresó con Cristo Bedoya por la orilla del río y lo acompañó hasta la entrada postrera de su casa. Apenas tenía una hora para dormir antes de ir a recibir al Obispo. Yo regresé con María Alejandrina Cervantes que me esperaba con la puerta abierta. Luis Enrique entró donde Clotilde a comprar cigarrillos y se encontró con los hermanos. Lo invitaron a un trago y le contaron sus intenciones, pero tampoco los creyó, estaba borracho. Cuando salió, se tropezó con el padre Amador, ya vestido para oficiar seguido por sus ayudantes. El padre había recibido el recado de Clotilde, pero lo olvidó por completo. Luis Enrique, luego, en su casa, se quedó dormido en el retrete. Su hermana la monja no logró despertarlo. Su otra hermana, Margot, logró arrastrarlo hasta la cama. Se despertaría al grito de «Mataron a Santiago Nasar».
(FIN DEL TERCER CAPÍTULO)
El alcalde ordenó la autopsia que realizó el padre Carmen Amador porque el doctor Dionisio Iguarán no estaba. Hubo que hacerla porque no había frigorífico para conservar el cadáver hasta el regreso del médico. Expusieron el cuerpo en el centro de la sala con ventiladores, pero todo el mundo quería verlo. Los perros no dejaban de aullar. Plácida había evitado que se comieran sus tripas y mandó encerrarlos. Se volvieron a escapar y, entonces, ordenó matarlos a todos. Estaba como dormido, pero al llegar la tarde las heridas comenzaron a echar un líquido almibarado, acudieron las moscas, comenzó a ponerse morado. El párroco había estudiado medicina en Salamanca, aunque no llegó a graduarse. Con ayuda del boticario y un estudiante de primer año, con el pobre instrumental de que disponían, hicieron una masacre durante la autopsia, pero el informe resultó correcto. Siete de las múltiples heridas eran mortales y tenía tantas cuchilladas que parecía un estigma del Crucificado. También se constató qu el cerebro pesaba más de lo normal y que tenía una hipertrofia en el hígado por lo que le quedaba poca vida. En efecto, tuvo una hepatitis mal curada a los 12 años, pero según Dionisio Iguarán, el doctor, el tamaño del hígado era normal en la gente del trópico, podría haber vivido mucho más. Después de la autopsia el cadáver había perdido completamente su identidad. Las vísceras acabaron en el cubo de la basura tras una bendición. El cuerpo, a punto de desbaratarse, fue metido en el ataúd, creían que así se conservaría mejor, pero hubo que enterrarlo al amanecer porque el hedor era ya insoportable.
Fui a refugiarme a casa de María Alejandrina. Las mulatas teñían en el patio sus ropas de luto. Ella estaba en su habitación, desnuda, en la cama, frente a una enorme fuente de comida, esa era su forma de llorar. Me acosté junto a ella y lloramos, pero no pudo complacerme porque «…olía a él».
Tampoco el olor a él abandonó a los hermanos Vicario por más que se restregaran con jabón en el calabozo. No podían dormir porque en sueños volvían a cometer el crimen… «Era como estar despierto dos veces», decía Pedro.
Recibieron un trato humano en el calabozo, agua, jabón y purgaciones, diuréticos y gasa estéril para que Pedro pudiera cambiarse. Pero nada logró calmar el dolor, creyó que no dormiría más, «Estuve despierto 11 meses». Ni siquiera comió. Pablo, en cambio, comió un poco pero sufrió una colerina pestilente (diarrea) que le hizo pensar en que había sido envenenado por los turcos, pero era imposible porque solo comió lo enviado por Pura Vicario. No obstante, el coronel los llevó a su casa hasta que llegó el juez de instrucción y los trasladaron al sinóptico de Riohacha.
Se temía la revancha de los árabes porque estaban entre ellos muy unidos. Eran laboriosos y su único vicio eran las cartas. Se casaban entre ellos y seguían hablando en árabe hasta la segunda generación. Pero cuando el coronel los visitó los encontró perplejos y tristes, sin propósitos de venganza. Tanto que fue la propia matriarca, Suseme Abdalá, quien recomendó la infusión que curó a Pablo.
A las tres de la mañana, Purísima Vicario fue a visitarlos con la familia para despedirse, no regresarían más al pueblo. Le pidió al padre Amador que confesara a sus hijos, pero Pedro se negó, no había de qué arrepentirse. Ni siquiera se mudaron del pueblo cuando fueron absueltos. La familia se había mudado a Manaure, a un día de camino. Allí se casó Prudencia Cotes con Pablo, quien llegó con el tiempo a ser orfebre depurado, como su padre. Pedro, en cambio, regresó al ejército y llegó a sargento, hasta que desapareció en una expedición por tierras de guerrilla.
La única víctima de esta historia fue Bayardo San Román. Cuando se acordaron de él fueron a la quinta y tuvieron que forzar la entrada. Lo encontraron inconsciente en la cama rodeado de botellas: intoxicación etílica. Cuando lograron recuperarlo los echó a todos de casa, pero el alcalde informó al general Petronio San Tomán. Al poco llegó la madre con dos señoras mayores, vestidas de luto. Descalzas, llorando, gritando, arrancandose el pelo, ueon acompañadas por el coronel Lázaro Aponte hasta la casa. Luego se sumó el doctor. Bajaron a Bayardo en una hamaca, parecía muerto, el brazo izquierdo arrastrando por el camino.
La quinta quedó sola. Todo lo que allí había fue desapareciendo lentamente, incluso el armario de 6 lunas. El viudo de Xius creía que era su mujer que estaba recuperando lo que era suyo desde el más allá. Y el coronel Lázaro Aponte lo tomaba a broma hasta que en una sesión de espiritismo la propia Yolanda de Xius se lo confirmó. Del coche, con el tiempo, solo quedó la carcasa.
23 años más tarde, Bayardo me recibió con agresividad, sin querer hablar del tema. De Ángela, en cambio, tuve noticias de vez en cuando por mi hermana la monja que la visitaba cuando pasaba por allí. Vivían en una casa grande en la que se desbordaban los retretes cuando subía la marea. Allí se dedicaba a bordar a máquina. Cuando la llegué a ver, usaba antiparras y peinaba canas amarilla. Pero con el trato pareció recuperar ante mis ojos la juventud y la encontré sensata y madura. La madre, en cambio, me trató con sequedad. Trató de enterrar en vida a su hija, pero Ángela se resistió y contaba su hisotia a quien quisiera escucharla, aunque jamás reveló quién fue el auténtico responsable y nadie creyó nunca que fuera Santiago Nasar. Santiago era un mujeriego pero de pueblo hacia afuera y nunca se le conoció otra mujer que Flora Miguel y su relación con María Alejandrina. Siempre creí que aquel día su nombre sonó al azar y ella protegía al auténtico responsable.
Ángela me contó cómo las amigas le habían dado instrucciones precisas para que a oscuras manchara las sábanas con mercurio cromo. Pero Bayardo San Román no se merecía esa mentira y ella estaba esa noche dispuesta a morir. Sin embargo, cuando se lo confesó, él se limitó a devolverla a casa y así fue cómo entró definitivamente en su vida. Toda la violencia que vino después la aguantó pensando en él. Y así siguió hasta el día en que fue a Riohacha a acompañar a su madre al médico y lo vio pasar. Por primera vez vio a su madre, entonces, como realmente era, «una pobre mujer consagrada al culto de sus defectos». De regreso estuvo 3 días llorando y esa misma semana le escribió la primera carta. A los seis meses le había escrito ya 6 cartas sin respuesta. Pero se conformó con saber que las recibía y el amor creció a cada carta, a la par que el odio hacia la madre. Seguía cosiendo, pero al caer la noche escribía hasta la madrugada. Durante media vida le escribió una carta semanal. Se fueron haciendo cada vez más largas, más intensas, desesperadas. Llegó incluso a sentir su presencia desnudo en el lecho. Ese día, tuvo que desahogarse en más de 20 folios convencida de que esa sería la última carta. Pero un mediodía de agosto se presentó. Estaba gordo y empezaba a perder pelo, usaba gafas. Sintió miedo porque fue consciente de que también él estaba apreciando en ella los estragos del tiempo. Llevaba todas sus cartas ordenadas por fechas, sin abrir, en una maleta: «Bueno, aquí estoy». Era él.
(FIN DEL CUARTO CAPÍTULO)
Durante años nos obsesionó a todos el papel que habíamos jugado en esta tragedia. Cada uno siguió a su conciencia. Hortensia Baute acabó echándose un día desnuda a la calle como penitencia por haber visto los cuchillos. Flora de Miguel se fugó con un teniente que acabó prostituyéndola. Don Rogelio de la Flor, marido de Clotilde, murió de la conmoción al ver el asesinato. Plácida Linero tuvo que vivir con haber cerrado la puerta y no haber sabido interpretar los presagios de aquel sueño. La gente se precipitaba a declarar. Tardé cinco años en recuperar 320 pliegos salteados de los más de 500 del sumario entre el caos del Palacio de Justicia de Riohacha, estaban sin clasificar, tirados por el suelo, con la planta inundada y los volúmenes descosidos, todo flotando por allí.
El nombre del juez no figuraba, pero debía ser aficionado a la literatura por sus profusas anotaciones marginales. Se notaba su perplejidad al no encontrar ni un solo indicio de que Santiago fuera realmente el causante. «Sobretodo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades […] para que se cumpliera una muerte tan anunciada». Tampoco las amigas de Ángela supieron decir quién fue. Para el juez, como para nosotros, el comportamiento de Santiago Nasar en sus últimas horas era la mayor prueba de su inocencia, tanto que, cuando por fin supo que lo iban a matar, su reacción fue de perplejidad. Aunque hubo quien atribuyó su serenidad a una falsa confianza en que su dinero lo podría todo, como afirmaba Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica.
También se lo habían dicho a Indalecio Pardo, seguros de que por amistad, lo prevendría, pero cuando lo encontró paseando tan tranquilo del brazo de Cristo Bedoya, no lo hizo. Sin embargo, la gente les abría paso, los miraban raro y Sara Noriega decía haberse espantado entonces de la palidez de Santiago. Celeste Dangond, sentado en piyama en la puerta, también lo invitó a café, pero tampoco le advirtió de nada porque la historia le parecía imposible. En cambio, Yamil Shaium sí que fue a buscarlo, pero prefirió consultar antes con Cristo Bedoya para no crear falsas alarmas. Cuando lo informó, acababa de separarse de Santiago dándole una palmada, fue a buscarlo inmediatamente pero ya había desaparecido entre la gente. Entonces se dirigió a casa de Santiago donde Divina Flor le informó de que aún no había regresado. Victoria Guzmán comprendió inmediatamente la gravedad de la situación, pero le quitó importancia, «esos pobres muchachos no van a matar a nadie». Eran las 6:56 y estaba amaneciendo. Cristo, no conforme, subió al dormitorio para comprobar, estaba cerrado y tuvo que acceder a través del dormitorio de la madre que dormía placidamente. Santiago no estaba allí y su «magnum» estaba en la mesita de noche. Lo cogió para dárselo, solo después del crimen se dio cuenta de que estaba descargado. Santiago, siguiendo la costumbre de su padre, siempre ponía la munición aparte.
Así lo descubrió la madre, que pensó que había entrado a robar. Cristo, confuso, no supo darle muchas explicaciones y se marchó. Al llegar a la plaza vio a Pedro Vicario con el cuchillo en la mano: «Cristobal, dile a Santiago que aquí estamos esperando». No se atrevió a disparar, pero les advirtió inútilmente de que Santiago iba armado; ellos sabían que solo llevaba armas cuando iba en ropa de montar.
Y Cristo Bedoya se lanzó desesperadamente a su búsqueda, pero nadie lo había visto. Advirtió al alcalde, que se sorprendió de que los mellizos volvieran a tener cuchillos y quedó en ocuparse del tema, pero se entretuvo entrando en el Club Social para confirmar una partida de domino. Cristo se encamino entonces a su casa pensando que encontraría allí a Santiago desayunando. Pero se demoró algunos minutos ayudando a Próspera Arango que tenía al padre moribundo tumbado en la carretera. Entre los dos lo subieron al dormitorio y, cuando salió los gritos, le advirtieron de que Santiago ya estaba muerto.
Santiago había ido a casa de su novia Flora. Pero a Cristo no se le ocurrió que pudiera haber ido allí porque sabía que aquella familia se levantaba muy tarde. El matrimonio entre Santiago y Flora había sido concertado por sus padres, pero los dos aceptaron conformes e iban a casarse esa Navidad. Flora se había despertado con la sirena del buque y le informaron de la noticia. Creyó que obligarían a Santiago a casarse con Ángela y se sintió humillada. Se marchó a llorar a su dormitorio. Cuando llegó Santiago, Flora lo hizo entrar para devolverle sus cartas en un cofre y encerrarse después en su habitación. Eran las 6:45 y Santiago se quedó allí, parado, perplejo. Tratando de que le abriera la puerta despertó a toda la familia. Fue el padre, Nahir Miguel, quien consiguió que por fin le abriera para pasar. Cuando salió informó a Santiago de que los hermanos Vicario andaban buscándolo para matarlo. Le ofreció su casa como refugio y su rifle. Pero Santiago exclamó «No entiendo un carajo» y se marchó. De camino a su casa, unos y otros le gritaban. También Clotilde le gritó. Santiago echó a correr hacia la puerta principal cuando vio venir a los hermanos hacia él, pero encontró la puerta cerrada. Plácida Linero informada de la noticia y creyéndolo en casa, atrancó la puerta justo en el instante en que él llegaba. A Santiago solo le quedó volverse para enfrentar a sus asesinos. «¡Hijos de puta!», gritó antes de que una cuchillada atravesara su mano. Lo siguiente fue una lluvia de puñaladas que parecía que no fuera a acabar nunca. «No te imaginas lo difícil que es matar a un hombre», me dijo Pablo, pero no caía porque ellos mismos lo sostenían con sus golpes. Al final, Pablo le dio un tajo horizontal que le sacó las vísceras. Entonces, Santiago cayó de rodillas.
Plácida se asomó al balcón a tiempo de ver huir a los gemelos perseguidos por Yamil Shaium con su escopeta. Sosteniéndose las vísceras, Santiago logró levantarse para entrar en su casa. Entró por la casa contigua. Poncho Lanao estaba desayunando con su esposa y sus 5 hijos ajenos a lo ocurrido. Recordaba a Santiago sosteniéndose las víscera y un terrible olor a mierda. Argénida Lanao lo recordaba caminando bello y con prestancia, les sonrió y continuó su camino. Se quedaron paralizados.
Mi tía, que estaba en el patio limpiando pescado, al verlo le gritó: «¡Santiago, hijo, qué te pasa!», «Que me mataron, niña Wene» -respondió. Entonces tropezó, pero se irguió, se sacudió la tierra adherida a las tripas y continuó. Entró en su casa y se derrumbó de bruces en la cocina.
puto amo TiTi Aranda, sigue asi que yo apruebo contigo, te debo un Bachillerato
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Te deseo toda la suerte del mundo. Muchísimo ánimo.
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Estupendo resumen, que siempre nos viene bien para refrescar la memoria cuando queda tan poco para la selectividad. Muchas gracias y siga ayudando así a los alumnos!
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En efecto, todo apunta a que fue el primer nombre que se le ocurrió cuando se sintió presionada. Esto hace aún más trágico el sin sentido de la muerte de Santiago.
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Según eh leído en otras fuentes dicen que el autor no esta seguro de que Santiago Nasar fue quien estuvo con Ángela Vicario… En conclusión el no fue quien le arrebató la virginidad a Ángela Vicario
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El tema dominante puede ser la muerte por honor, trasnochado, impenitente, obligado. Pero dependerá del fragmento concreto que seleccionemos. Respecto a la pregunta, Ángela es un personaje que evoluciona desde una actitid miedosa y sometida a una actitud comprometida y rotunda. Sus sentimientos también evolucionan. Lo que a mí me preocupa no es tanto tu pregunta -prefiere la muerte a una vida enterrada en un matrimonio sin honor desde la mentira- sino por qué no exculpó al protagonista falsamente acusado. Quizás porque ya estaba muerte y no tenía ningún sentido que otro cargara con sus culpas, ¿tú qué opinas?
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Yo creo que en el comentario el honor, la honra, etc.
Profesor ¿por qué Ángela no engaña al esposo? ¿por respeto o por que se rebela contra la eduación que ha recibido y no le importa morir? gracias
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Sara: las ocupaciones de este año me han dejado sin tiempo prácticamente. No obstante, son varios los que me han pedido esto mismo. Trataré en los próximos días de generar una entrada específica trantando de las claves para el comentario crítico. Un abrazo,
José Carlos Aranda
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Hola Jose Carlos, queria saber como enfocar mi comentario crítico sobre esta obra, ya tomé algunas ideas de las sugerencias que publicaste sobre Los girasoles ciegos y me han ayudado mucho.
Gracias y un saludo !
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Cristina:
No puede Ud. imaginar la ilusión que me ha hecho, al cabo de los años, que me den un «Sobresaliente CL», eso es algo que siempre anima, más viniendo de un sufridor de 2º de Bachillerato. Bromas aparte, agradezco su comentario, y que haya dedicado su tiempo a transmitir esa satisfacción. Siempre es alentador para seguir en la brecha. Un abrazo y hasta pronto.
José Carlos Aranda
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Muchísimas gracias por estos magníficos resumenes, a los estudiantes de segundo de bachillerato que tenemos que comentar fragmentos de libros como este nos ayudan mucho estas recopilaciones para servirnos tanto a la hora de exprimir el contenido de la obra como base a la hora de elaborar comentarios Sobresaliente. CL-V.
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