Está claro que las nuevas tecnologías nos facilitan la vida: nunca como ahora hemos tenido tan fácil la comunicación ni el acceso a la información. Se abre ante nosotros, además, una nueva era donde estas herramientas serán determinantes y necesarias. Es una revolución que no tiene marcha atrás.
Sin embargo, esta visión positiva de las nuevas tecnologías tiene su lado oscuro: la dependencia. Mi hija, con veintiséis años, me comentaba alarmada que había acompañado a una grupo de cuatro adolescentes en un trayecto de autobús ycómo en ningún momento llegó a levantar ninguna de ellas la vista de la pantalla del teléfono móvil. Ella, con veintiséis años ya no lo entendía: «Nosotras, cuando salíamos, no parábamos de charlar aunque nos hubiéramos visto esa misma mañana en el Colegio. No puedo entender que queden para salir y no se dirijan la palabra».
Justamente a esto me refiero. Trabajo en un Instituto donde están prohibidos los móviles y sucedáneos; no porque sean malos, sino porque no proceden en centro educativo donde se va a dar clase. Sin embargo es una norma contracorriente: todos los niños acuden con su teléfono móvil y, cada vez más, aprovechan cualquier momento para «engancharse» con el aparatito. Colocan las carteras encima del pupitre y camuflan el juego o la conversación «on line». Cuando esto sucede, el aparato se les recoge, se deposita en Jefatura de Estudios y es devuelto a sus padres. El punto de adicción se demuestra, por ejemplo, cuando el incidente desemboca en un enfrentamiento violento porque se niega a entregar móvil y el alumno prefiere la sanción por falta grave al diálogo con el profesor. Los padres y los alumnos justifican el llevar el móvil en la necesidad de estar comunicados por si pasa algo, y yo pienso cómo pudimos crecer nosotros o nuestros hijos cuando sólo teníamos el teléfono del centro para avisarles o que nos avisaran en caso de que algo ocurriera. No es una causa, sino una excusa amparada en la laxitud educativa de muchas familias que no saben poner límites.
Empiecen a preocuparse cuando el niño en lugar de hacer los deberes en casa, esté jugando con el ordenador, cuando se siente a comer o cenar con la familia y lleve consigo su teléfono y siga tecleando y pendiente de la pantalla olvidando la convivencia; preocúpense cuando les escondan los móviles para llevarlos ocultos al Cole; preocúpense cuando les exijan -no pidan- un modelo superior porque ese ya está anticuado, preocúpense cuando se den cuenta de que esas pequeñas pantallas se han convertido en un refugio que los aisla del mundo real, el de los afectos y el compromiso, el de la vida misma. Preocúpense, por fin, cuando constaten que sus hijos prefieren esos aparatos a un beso, una caricia o una sana conversación con sus padres -de un buen libro ya ni hablamos-. Y es que no debemos confundir el medio, la herramienta, con el fin. La herramienta nos es útil, pero si nos quedamos ahí estaremos perdiendo la comunicación empática, la que nos socializa y nos aproxima a ese que está, vive y siente en nuestro universo inmediato; precisamente a ese al que podemos ayudar con una simple sonrisa.
A veces, tenemos la suerte de que pueda resumir en una imagen el abismo del que hablamos. Es lo que sucede con el anuncio que os presento y que espero disfrutéis tanto como yo.
En este artículo publicado en ABC por M.J. Pérez-Barco tenéis algunos de los indicadores típicos que os ayudarán a detectar posible problemas. Suerte.