
«En el catecismo de la política del padre Ripalda floreció hace un siglo la palabra «indigenismo».
El indigenismo es un movimiento político y cultural que defiende el valor de las culturas amerindias, y de paso pone de verde perejil a los malvados españoles que las destruyeron.
El indigenista se distingue porque a los diez minutos de conocer a un español le reprocha el estrago que sus antepasados cometieron en América. La clásica respuesta: «Fueron tus abuelos y no los míos que se quedaron en España», no siempre resulta satisfactoria cuando los sentimientos dominan sobre la razón.
Cuando los fastos del Quinto Centenario, el famoso escritor uruguayo Eduardo Galeano, jaleadísimo ídolo de la izquierda española, advirtió:
«No hay nada que celebrar. A partir del descubrimiento, las venas abiertas de América Latina comenzaron a chorrear sangre y plata, sangre y esmeraldas, sangre y azúcar, para alimentar el capitalismo europeo. Ellos se enriquecieron empobreciéndonos. No cambiamos oro por espejitos, como dice la historia escrita por ellos. Resistimos. Nuestros indígenas resistieron. Pero la superioridad militar y el contagio de la viruela inclinó la balanza a su favor» (Galeano, 2004).
Llama la atención que el autor hable de «nosotros» (los nativos) y de ellos (los españoles), llamándose como se llama Eduardo Galeano, que son un nombre y un apellido españoles. Como tantos criollos, seguramente desciende de alguno de aquellos abusones conquistadores y se expresa mejor en la lengua española que en la india.
El reproche encierra, quizá, mayores alcances no siempre confesados. Si la nuestra es tierra rica, ¿por qué nuestros países no han alcanzado el nivel de los yanquis del norte? ¿Es, quizá, porque a ellos los colonizaron los ingleses y a nosotros los españoles?
¿Qué falla en ciertos países hispanoamericanos que siendo ricos siguen siendo inestables política, social y económicamente dos siglos después de su independencia? ¿A quién culpar? Algunos ven el origen de todos sus males en la colonización y la sangre española. España resulta en ese sentido un útil chivo expiatorio que carga con las culpas de la comunidad. El subdesarrollo y la inestabilidad política nunca es achacable a la élite criolla que sucedió a los españoles en la explotación de los indios. No, la culpa es de la herencia española. ¡Pero la herencia española son ellos! (Maestro, 2014).
El contraste entre la prosperidad de Estados Unidos de América y la pobreza y conflictividad de Hispanoamérica ¿se debe a que los yanquis descienden de las colonias anglosajonas y los criollos de las colonias españolas?
Más bien no. Cuando las colonias británicas se independizaron, no constituían ni la sombra de la gran potencia que serían después. La prosperidad les llegó cuando ya eran independientes, en parte debido a la masiva inmigración de europeos que arribaban a la isla de Ellis ya formados y deseosos de abrirse camino en una nueva sociedad, más igualitaria que la que dejaban en Europa.
Cuando las colonias españolas se independizaron, eran ya prósperas, mucho más que las inglesas del norte. «En el momento de la independencia -señala Roca Barea- América del Sur cuenta con las ciudades más pobladas y con las mejores infraestructuras del continente […]. El declive económico del sur se produjo después de la década de 1830, no antes» (Roca Barea, 2017, p. 346).
Por lo tanto, debe achacarse a la mala administración de los gobiernos criollos, no a la herencia de la dominación española.
Sin embargo, el indigenismo -basado en románticos sentimientos antes que en maduras reflexiones- cree que los problemas de Sudamérica residen en la herencia española.
A este propósito recuerdo un texto de mi compadre Pérez Reverte que viene muy al pelo. «Estaba en Segovia con un amigo contemplando al acueducto, y nos sorprendimos de que nadie exija todavía la demolición de este vestigio del imperialismo romano que crucificaba hispanos, imponía el latín sobre las lenguas vernáculas y perpetraba genocidios como el de Sagunto. Eso nos llevó a hablar de tontos, materia extensa» (Pérez Reverte, 2018).
Un ejemplo conmovedor de la deriva indigenista es Venezuela, uno de los países más ricos del mundo en materias primas, cuya población emigra hoy masivamente para escapar de la hambruna.
Había en Caracas un paseo de Colón presidido por un monumento al descubridor, que creyó que aquellas tierras era el paraíso terrenal. La meritoria efigie del genovés se suprimió en 2015, por decisión del presidente Maduro, para ser sustituida por otra del cacique indio Guaicaipuro, representado -en el menesteroso estilo con el que muchos escultores modernos intentan disimular su mediocridad- por una especie de increíble Hulk de monstruosa musculatura y desencajadas facciones en actitud -no se ve bien- si de saltar sobre los españoles o de cagar en una especie de cajón que tiene detrás.
Al hilo del movimiento indigenista han surgido historiadores apesebrados que, arrimándose al sol que más calienta (como ellos suelen), cuestionan la labor de España en América. La progresía que tanto critica la actuación española en el Nuevo Mundo debiera considerar que no se puede juzgar con criterios modernos el comportamiento de unos hombres de mentalidad y principios muy distintos a los nuestros. Ni podemos medir con el mismo rasero a los españoles del siglo XVI y a los gobiernos independientes del siglo XIX que exterminaron a sus indios.
En fin, no hagamos sangre, y menos en los hermanos que comparten la más valiosa herencia común, el idioma.
A pesar de muchas lacras y contradicciones achacables a la colonización española, no puede negarse que España extendió al continente americano la savia civilizadora de Grecia y Roma, de la que se nutre el más fértil y poderoso tronco de la humanidad, y eso es un valor estable y en alza cuando ya han periclitado los discursos paternalistas de la hispanidad.»